Mínima introducción
Este trabajo
pretende definir y poner en relación una serie de conceptos básicos que
posibiliten el “ingreso” a la semiótica de la cultura elaborada por Yuri Lotman
y otros miembros de la llamada Escuela de Tartu. Se trata de una tarea ardua y
sistemática emprendida con posterioridad a la Segunda Guerra Mundial y hasta la
actualidad, y que ha tomado vida a través de una infinidad de libros y otras
publicaciones individuales y colectivas.
La influencia de
esta corriente ha sido intermitente en los ámbitos especializados de habla
castellana a lo largo de las tres últimas décadas. Como ha ocurrido en otros
casos se trató de un arribo “indirecto” puesto que se basó en una primera
instancia más en las traducciones y la versión
mediada y “comentada” de los autores europeos, principalmente franceses, que en
una lectura directa de sus obras.
Para algunos
investigadores del mundo de habla hispana la teoría lotmaniana ya había sido
anticipada por las corrientes formalista y estructuralista, en su más amplia
calificación, razón por la cual no encontraron en ella novedad alguna más allá del
atractivo de algún concepto, razón por la cual suelen agregar a los cursos que
dictan algunas menciones a Lotman pero no le brindan un desarrollo importante o
cierta centralidad en el dictado de las clases, la compilación de artículos con
fines pedagógicos o los manuales especializados en el área.
Para otros, por el
contrario, el interés de la propuesta de Lotman está en que ofrece una luz
diferente y un aporte interesante para “completar” las figuras de ese
rompecabezas intelectual e imprescindible para la comprensión de las grandes
líneas que guían las transformaciones que sacudieron a las ciencias sociales
desde comienzos del siglo XX. La fértil figura teórica que han ido trazando los
formalistas rusos, Mijail Bajtín y Valentín Voloshinov, estructuralistas y
posestructuralistas, Ferdinand de Saussure, Charles Peirce y las tradiciones semiológica
y semiótica a las que supieron dar vida.
Los conceptos
centrales que vertebran esta exposición son:
Semiótica
Cultura
Semiosfera
Sistema modelizante
(primario y secundario)
Lenguaje
Texto
Límite o frontera
Filtro
Explosión
El objetivo es ir
integrando este reducido léxico de manera tal que, en el juego de definiciones
y relaciones, queden expuestos de manera clara los que se consideran aspectos
centrales de la teoría lotmaniana. Es innecesario mencionar que hay muchos
elementos importantes de la obra lotmaniana que no se tienen en cuenta a los
fines de esta exposición, así como también que el apartado inicial está
dedicado a contextualizar, biográfica y académicamente, su personalidad y obra.
En cuanto a los
ejemplos utilizados se ha preferido en casi todos los casos que provengan de la
literatura y el arte, algo sencillo de hacer teniendo en cuenta la propia
inclinación de Lotman pero que obliga a dejar de lado algunos de sus análisis
concretos verdaderamente estimulantes, como los que supo dedicar al estudio de
la moda o el cine, por ejemplo.
La Escuela de Tartu
Según han podido
documentar los historiadores las universidades consideradas en un sentido
general ya existían en las antiguas civilizaciones. Por ejemplo en el Imperio
Chino está probada la existencia de una Escuela Superior Imperial que existió
más de veinte siglos antes de la era cristiana. Se levanta hoy en China la
Universidad de Nanjing que es directa descendiente de una Academia Central
Imperial que fue fundada hacia mediados del siglo III. En Pakistán, la
Universidad de Takshashila, en la ciudad de Taxila, entregaba ya a sus
egresados un título universitario hacia el siglo VII antes de Cristo; la
Universidad de Nahalanda, constituida en la ciudad de Bihar, India, otorgaba
también diplomas y había organizado estudios de posgrado sólo dos siglos más
tarde. Más conocido es el caso de la Academia establecida por Platón en el
siglo IV a.C. en el marco de la Grecia clásica.
Persas y árabes
parecen haber sido los iniciadores de la universidad estimada ya más en un
sentido “moderno”, allá entre los siglos
IV y V. Tres centurias más tarde la Escuela de Gondishapur es transportada a la
ciudad de Bagdad y allí se reorganiza como el Bayt al Hikma, es decir “Casa de la sabiduría”. Sus investigadores
se dedicaron principalmente a traducir las obras científicas de médicos y
filósofos griegos como Aristóteles, Galeno e Hipócrates, entre otros muchos.
Una tarea sin la cual jamás el hombre contemporáneo habría tomado contacto con
aquellos pensadores.
En el territorio
europeo, los árabes fueron los encargados de fundar las primeras universidades
con características modernas (entiéndase por tal adjetivo basadas en un estudio
riguroso y sistematizado, la realización de trabajo experimental, creación de
bibliotecas y “gabinetes” científicos, etc.). En el siglo X el Califato de
Córdoba, en el actual territorio español, editó cientos de libros
especializados. La creación de la Universidad de Bologna, finalmente, hacia
fines del siglo XI, marca el momento en que las llamadas “casas de altos estudios”
van a comenzar a brotar y fortalecerse a lo largo y lo ancho de todo el
continente.
En la Edad Media
occidental el término proveniente del latín universitas
se usaba al comienzo para designar a las corporaciones de oficios, los gremios
de maestros y discípulos en torno a los cuales se organizaba y garantizaba la
pervivencia de una determinada profesión: universidad de los carpinteros,
universidad de los herreros, universidad de los panaderos, y así siguiendo.
Nada había entonces de exclusivo, ningún aura de prestigio particular fue
invocada cuando comenzó a usarse para designar a la “comunidad de profesores y
estudiantes”. Aunque con el tiempo, ya se sabe, y en la medida en que la
distinción entre trabajo manual y trabajo intelectual también tomara las características
modernas propias de su división bajo el capitalismo, la palabra se iría
cargando de otras resonancias.
Junto con la
expansión del modo de producción capitalista desde Europa hacia todo el mundo, junto
con barcos, cañones y mercancías, se desparramaron las instituciones
universitarias. Si bien en diversas regiones, de Europa y fuera de ella, pueden
reconocerse distinto tipo de universidades, a grandes rasgos se podría decir
que hay una suerte de modelo único que las aúna, y que tanto más tiende a
homogeneizar al conjunto cuanto más próximo a la actualidad se está.
La Universidad de Tartu es una institución
clásica de estudios superiores que se encuentra ubicada en la ciudad del mismo
nombre, en Estonia. Los habitantes de esa región de hecho la consideraron desde
siempre la universidad nacional de aquel país. Fue fundada en 1632 por el rey
sueco Gustavo Adolfo, y a lo largo de las décadas han ido variando sus
apelativos oficiales -que inició el de Academia Gustaviana- en relación con los
diversos ciclos históricos y eventos políticos que sacudieron esos territorios
asiáticos.
Al finalizar la
Primera Guerra Mundial, mientras en la Argentina y el resto de la América
latina se hacían sentir los sacudones que la Reforma Universitaria trajo
consigo, hacia 1919 la Universidad de Tartu se convertía en una institución legalmente
estoniana. Cuando en 1940 se firmó el famoso tratado Molotov-Ribbentrop,
alentado por los gobiernos que comandaban José Stalin y Adolf Hitler, la letra
del “acuerdo” determinó que la universidad se integraba al sistema educativo de
la Unión Soviética, pero igualmente, entre 1941 y 1944, sufrió la ocupación
alemana y se la designaba por entonces y a los fines burocráticos con el nombre
de Dorpat.
Entre 1944 y 1991,
es decir a lo largo del período soviético, se convirtió en la Universidad de
Tartu y luego, hasta 1989, en la Universidad Estatal de Tartu. La principal
lengua de instrucción que en ella se utilizaba era el estoniano, aunque el ruso
aparecía de manera también frecuente en diversos cursos, así como partes de la
currícula de estudios propia de Rusia. La independencia total se produjo en
1992, aun cuando al parecer todavía se siguen dictando algunas materias en
lengua rusa.
A partir de
entonces la Universidad de Tartu ha buscado aggiornarse
estructural y organizativamente sobre la base de los modelos de los países
escandinavos, Alemania y los Estados Unidos.
Siguiendo este
camino en la última década la Universidad de Tartu ha intentado acojerse a los
lineamientos del llamado Plan o Acuerdo de Bologna, el que han suscripto las
principales universidades europeas que buscan fuentes de financiamiento
alternativas y, según dicen, una mejor adaptación con las “necesidades
cambiantes” del mundo posindustrializado Necesidades en las que insisten, aun
cuando ha sido repetidamente señalado y denunciado tanto por los centros y
federaciones de estudiantes como por las gremiales que agrupan a los docentes
que en realidad lo que se busca es liquidar la enseñanza estatal gratuita para
quitar ese “peso” presupuestario a los Estados y que puedan dirigir sus
recursos financieros hacia otros fines, arancelar los estudios superiores
(sobre todo a partir del nivel de los posgrados) y someter los planes de
estudio a los requerimientos de las grandes corporaciones nacionales y
multinacionales con excusa de proporcionar “salidas laborales” inmediatas.
Así, la Universidad
de Tartu se ha dado en su período de vida más reciente una política de mayor
centralización de gestión y funcionamiento, a la vez que ha impulsado una
fuerte reforma de los planes de estudios en el sentido anteriormente
mencionado. En fin, no se trata de algo que los profesores y estudiantes
universitarios argentinos desconozcan.
Yuri Lotman, algunos datos biográficos
Yuri Mikhailovich Lotman nació
en 1922 en Petrogrado, Rusia, y murió el 28 de octubre de 1993 en Tartu, siendo
miembro prominente de la Academia de Ciencias de Estonia.
Siguió estudios de
lengua y literatura en la Universidad de Leningrado, y el dato no es menor dado
que permite ver hasta qué punto en su formación pesó la teoría de la escuela
formalista rusa. De hecho tuvo como profesor de Folclore al célebre autor de la
Morfología del cuento, Vladimir
Propp; asistió también a los cursos que dictaban Boris Eichenbaum y Boris
Tomashevski.
Es decir que su
formación superior supo abrevar en esa rica, compleja, polémica, vertiginosa y fugaz etapa de la vida
intelectual que nació al calor de la revolución bolchevique y se tensó con el
fenómeno de las vanguardias estéticas que atravesaba las diversas artes, desde
la poesía y el cine hasta el teatro, la música, la danza y la plástica. Se
trató de un combate que en el interior de las universidades fue generacional y
a la vez empujado por la búsqueda, con el sesgo de la fuerte y victoriosa impronta
marxista, de revisar el conjunto de las certidumbres que hasta ese momento
habían acompañado a las ciencias del hombre. Es decir, la revisión profunda de
los contenidos de las carreras universitarias, las metodologías de trabajo, las
áreas que se privilegiaban y aquellas otras postergadas o inexistentes y
necesarias, etcétera; un poco más allá: la reformulación completa del sistema
educativo y científico nacional.
Sobre el final de
la década del veinte la censura estalinista llegará para sofocar la hoguera.
En el comienzo del
texto “El fenómeno del arte” (Cultura y
explosión. Lo previsible y lo imprevisible en los procesos de cambio social, Madrid,
Gedisa, 1999) se puede leer lo siguiente:
La
filosofía positivista del siglo XIX, por un lado, y la estética hegeliana, por
el otro, afirmaron en nuestro conocimiento una concepción del arte como reflejo
de la realidad. Simultáneamente, las variadas concepciones neorrománticas
(simbolistas y decadentes) propagaron la visión del arte como algo opuesto a la
vida. Esta oposición se encarnó en la antítesis entre la libertad de la
creación y la servidumbre de la realidad. Ambas concepciones no pueden ser
denominadas ni verdaderas ni falsas. Ambas aíslan y conducen hasta lo imposible
en la vida del maximalismo a esas tendencias que están indisolublemente unidas
en el arte real. En principio el arte crea un nuevo nivel de realidad, que se
diferencia de la realidad misma por una intensa ampliación de la libertad. La
libertad se introduce en aquellas esferas que en la realidad carecen de ella.
Lo que está sin alternativa consigue una alternativa.
De
ahí se deriva un crecimiento de las valoraciones éticas en el arte.
Precisamente gracias a su mayor libertad, el arte se encontraría fuera de la
moral. El arte hace posible no sólo lo prohibido, sino también lo imposible.
Por eso, respecto a la realidad, el arte se presenta como un espacio de
libertad. Pero esa misma sensación de libertad comprende al observador que
dirige su mirada al arte desde la realidad. Por eso, el espacio del arte
siempre incluye un sentimiento de extrañamiento. Y esto introduce
inevitablemente un mecanismo de valoración ética. Esta misma resolución, con la
que la estética niega la inevitabilidad de una lectura ética del arte, esa
misma energía que se consume en demostraciones semejantes, es el mejor apoyo a
su intangibilidad. Lo ético y lo estético son opuestos e indivisibles como los
dos polos del arte.
Como se ve, las
ideas en las que insiste la última publicación de Lotman son cercanas a las
elaboradas incluso por el más joven Víctor Sklovski, aquel que hacia 1917
escribió el famoso artículo “El arte como artificio”, casi una declaración de
principios de la escuela formalista, donde la autonomía estética, la libertad
creativa, el extrañamiento con que se recogen en la mirada los objetos y
asuntos del mundo y la definición ética se complementan. Claro no es éste el
único componente y su relación, disputa e integración con otras dimensiones
conceptuales es lo que caracteriza a la teoría lotmaniana considerada en su
totalidad.
Después de la
interrupción de la guerra Lotman se graduó con las mejores calificaciones pero,
según cuentan algunos historiadores, su origen judío y los particulares
criterios de selección impuestos por la “ortodoxia” que se había apoderado de
las universidades le impidieron cursar el doctorado en la misma institución en
la que se había recibido, razón que lo empujó finalmente a alejarse de ella.
Entre 1950 y 1954,
inmediatamente después de su llegada a Estonia, Lotman comenzó a trabajar en el
Departamento de Lengua y Literatura Rusas de la Universidad de Tartu, del cual
finalmente se convertiría en director. Allí dio vida a la que se conocería como
la Escuela de Tartu, de la que
fomaron parte importantes investigadores como Boris Uspensky, Vladimir Toporov,
Mijaíl Gasparov, Alexander Piatigorsky, Vyascheslav Vsevolodovich, Isaac Revzin
e Igor Grigorievitch Savostin, entre los más importantes. Este trabajo conjunto
dio vida a una original semiótica de la
cultura, la cual encontró como principal caja de resonancia la revista Estudios sobre los Sistemas de Signos,
que comenzó a ser publicada por la imprenta de la Universidad de Tartu en 1964
y por lo tanto tiene el mérito de ser la publicación estable y regular sobre
semiótica más vieja del planeta.
Sus más importantes
análisis sobre la literatura rusa Lotman los dedicó a Alexander Pushkin y su
obra. Hacia fines de la década del cincuenta se publica la serie “Trabajos
sobre filología rusa y eslava”, como parte de la política de ediciones de la
Universidad de Tartu; varios de sus estudios sobre la historia literaria de Rusia
aparecerán en dicha colección. En su tarea docente Lotman dicta por entonces un
curso sobre poética estructural, a lo largo de
cuyas clases comienza a delinear lo que denominará el método
semiótico-estructural para la investigación literaria y artística. Para
sintetizar esta perspectiva redactó un trabajo breve llamado Lecciones de poética estructural, que recién
se publicaría en 1964.
Lo que resulta
evidente, más allá de cualquier otra discusión al respecto, es que la línea de
las investigaciones seguidas por Lotman se diferencia (busca diferenciarse, se
podría enfatizar) del “espíritu oficial” impulsado en el campo de las
humanidades durante esa época (la vida de Lotman coincide casi día a día con el
desarrollo de la experiencia soviética, y en particular con su etapa
estalinista).
En la década que
transcurre entre 1964 y 1974 Lotman es uno de los organizadores más entusiastas
de las cinco “escuelas de verano”, jornadas de intercambio académico dedicadas
a debatir sobre los sistemas secundarios de modelización, que tienen lugar en
la universidad y la ciudad de Tartu. Formaron parte de esos encuentros
psicólogos, biólogos, filólogos, matemáticos y filósofos, y resulta bastante
evidente que además de las discusiones y las ponencias en torno a la
modernización de los métodos de las ciencias exactas y de las humanidades, los
protocolos de investigación, los aspectos pedagógicos y los teóricos generales,
la actualización disciplinaria, se trataba de dar cuerpo a una iniciativa
política consecuente. ¿Con qué
intención? Pues, en primer lugar y casi exclusivamente, se buscaba propugnar y
garantizar la libre expresión para el sector de los intelectuales y artistas.
En esas reuniones nació en realidad lo que desde entonces se conoce como
Escuela Semiótica de Tartu o, más correctamente, de Tartu-Moscú.
Quizás los
historiadores en política contemporánea puedan relacionar ese movimiento de
relativa contestación con otros que se llevaban en esos años adelante en varias
ciudades de la Unión Soviética y en diversas localidades de las naciones que
conformaban la Europa del Este. Son por demás conocidos al respecto los sucesos
acaecidos en Hungría, Checoslovaquia, Yugoslavia y Polonia, y en todos los
casos en las protestas contra la política oficial que se dictaba desde Moscú
ocuparon un lugar destacado, no único ni predominante, los sectores de artistas
e intelectuales, los estudiantes y la juventud en general.
Al igual que ocurre
con los formalistas rusos y con obras como las de Mijaíl Bajtín y Valentín Voloshinov,
Lotman también ha intervenido cuidadosamente en torno a las cuestiones del
marxismo. No desde el punto de vista de la política práctica o de la teoría
revolucionaria pero sí en cuanto, como antes se mencionó, fue parte de su
intento mostrar cómo los desafíos provocadores, desde el punto de vista
filosófico y científico, lanzados por Karl Marx habían terminado siendo disecados
por los seguidores académicos de la doctrina estalinista. Una suerte de
mecánica argumentativa del búmeran que intenta encontrar un lugar en el marco
de la censura y la represión estatal: demostrar a los que se dicen marxistas
que en realidad Marx dice lo contrario que lo que ellos afirman.
A Lotman le
molestaba sobremanera que la simple mención de términos como “formalismo” o “estructura”
generaran reacciones acusatorias, las cuales juzgaba que en el fondo estaban llenas
de ignorancia e infantilismo (aunque podían determinar el desbarranque de una
carrera académica, la pérdida del trabajo y la persecución). Pero sobre todo lo
incomodaba el hecho de que esa doctrina oficial fuera en realidad lo contrario
que predicaba ser, es decir ofrecía como “científica” la aseveración
“anticientífica” de que en las ciencias sociales, a partir de ciertas
cuestiones que el marxismo había percibido en lo profundo de las sociedades
humanas, no había nada por agregar y sólo quedaba por lo tanto el acatamiento
hacia ciertos principios que se suponían claros pero que en verdad nadie sabía
bien en qué consistían, y que por lo tanto se podían “acomodar” según las
circunstancias de coyuntura dispusieran conveniente.
Por supuesto que el
cumplimiento de un mandato fundado en la idea de que se ha alcanzado la meta en
la acción del conocer supondría que la
ciencia debe detenerse ya: el conocimiento del hombre ha alcanzado su objetivo
de plenitud y puede dedicarse ahora a descansar para siempre. Era claro para Lotman,
como lo es para cualquiera, que siguiendo una lógica de ese tipo se termina
ofreciendo como triunfo de la razón humana lo que en realidad es su certificado
de defunción.
Para demostrar que
las ciencias del hombre, como toda ciencia, puede ser consideradas como una
“tendencia” hacia la búsqueda de verdades fuertes y absolutas (ésas que en la
mención de Marx se encuentran en los axiomas de la matemática), pero que se
trata de un movimiento -y es fundamental comprender su naturaleza-, un
direccionalidad que no puede detenerse, puesto que fuga hacia un límite que es
el de su infinitud, “la necesidad del movimiento científico constante”, Lotman
escribió en un inicio bien polémico:
Cada
método científico tiene una base gnoseológica. Se debe tocar esta cuestión
aunque no sea más que por el hecho de que a los estructuralistas ya se los ha
inculpado tanto de mecanicismo -de reducción de lo estético a lo matemático-,
como de relativismo y de todos los pecados mortales filosóficos. Puesto que el
estilo del ataque determina también el estilo de la defensa, me atrevo a
recordarles a mis opositores una cita. Paul Lafargue anotó una declaración
sumamente interesante de K. Marx sobre la teoría del conocimiento científico: “En
la matemática superior, él (K. Marx -Iu. L.) hallaba el movimiento dialéctico
en su forma más lógica y, al propio tiempo, más simple. Asimismo, consideraba
que la ciencia sólo alcanza la perfección cuando logra utilizar la matemática”.
Dan ganas de preguntarles a los que en la apelación a los métodos matemáticos
ven sólo un camino hacia el formalismo y el mecanicismo: ¿cómo acogen esa
declaración?
Todos
los adversarios del estructuralismo (los que se han expresado hasta ahora en la
prensa) pertenecen al partido científico de los “satisfechos”. Están
convencidos de que en el terreno de las ciencias humanas y de su metodología
todo está en orden, la perfección ya ha sido alcanzada y sólo queda “cuidar” de
ella. Y en lo que respecta a las búsquedas de nuevos caminos, hasta el más
benigno, V. Kózhinov, se figura así las cosas: no hay mal en que las cabezas
locas formen embrollos; “que lleguen al ‘núcleo indisoluble’, toquen a su
puerta y se vayan a casita”, de todos modos tienen que “regresar a la
metodología ‘tradicional’". Los estructuralistas pertenecen, en la ciencia
del arte, al “partido de los insatisfechos”: están convencidos de que la
perfección de que hablaba K. Marx ni siquiera se ha acercado todavía al terreno
de las humanidades. Ellos no tienden a cuidar, sino a buscar. Comprendiendo
mejor que sus opositores la imperfección de sus intentos, el carácter
incipiente y preliminar de éstos, ellos, a pesar de eso, insisten en una cosa:
la necesidad del movimiento científico constante.
(El
fragmento pertenece a “Los estudios literarios deben ser una ciencia”, artículo
originalmente aparecido en Moscú en 1967. Su traducción se publicó en Desiderio
Navarro (selección, traducción y prólogo), Textos y contextos. Una ojeada en la teoría literaria mundial, La
Habana, Arte y Literatura, 1986, tomo I, páginas 73-86.)
De inmediato agrega
Lotman: “La base metodológica del estructuralismo es la dialéctica…”, y allí
comienza el “contrataque” que consiste en la demostración del carácter
científico del método estructural aplicado a los fenómenos literarios que se
desarrolla lo largo del artículo. El
juego retórico polémico de Lotman recuerda aquella observación de Iuri Tinianov,
quien buscaba frenar las impugnaciones de los indignados y denuncistas
“antiformalistas” con la forma de pregunta inocente acerca de la contraposición
arte y vida y la necesidad de “definir” los campos de intervención frente a tal
escisión. Tinianov escribió al respecto que simplemente no alcanzaba a
comprender tal partición: ¿a quién podría ocurrírsele que el arte no es parte
de la vida? ¿Es que acaso el pensamiento puede concebir algo que no sea parte
de la vida…?
De acuerdo con
Lotman, la moraleja epistemológica es simple e incuestionable: la ciencia es
propiedad exclusiva de los afiliados al “partido de los insatisfechos”, y sin
lugar a duda los estructuralistas pertenecen a él. Vale la pena recordar que la
corriente estructuralista, más allá de sus diversas expresiones, está en la
base histórica de desarrollo del pensamiento semiológico y semiótico
contemporáneo y en él debe comprenderse a Lotman y la totalidad de los
esfuerzos conceptuales y metodológicos de sus colegas de la Escuela de Tartu.
Efectivamente, en
1969 se crea la Asociación Internacional
de Semiótica (IASS-AIS) y Lotman es elegido como su vicepresidente. Ocupará el
cargo hasta 1984 y luego será miembro del Comité Ejecutivo hasta 1992.
De cualquier modo,
y para evitar confusiones, se debería dejar establecida una serie de
observaciones acerca del “estructuralismo” que practicó Lotman y que cada día
que pasaba se acercó más a la explosión.
Escribió Lotman y se reproduce en extenso dada la importancia de su definición:
En el
curso de varios siglos hemos supuesto que la ciencia no estudia lo casual, que
la ciencia estudia lo regular, o sea, lo que se repite. Por cierto, sobre este
tema sostuvimos una discusión en la primera Escuela de Verano de Tartu el
notable científico I. I. Revzin y yo. Revzin, lamentablemente ya fallecido, fue
un lingüista genial y uno de los creadores de la semiótica. Revzin consideraba
que con los métodos estructurales se podían estudiar aquellas variedades de
arte que son formalizables. Por ejemplo, las novelas policiales o los filmes
detectivescos, es decir, aquellas variedades de arte en que dominan las reglas
y el arte representa un peculiar juego según reglas, pero Revzin consideraba
que estudiar una novela de Dostoievski con métodos estructurales era imposible,
por cuanto ésta es impredecible en principio. Pero tras esa convicción había
algo más.
A partir de Hegel, eran sometidas al método científico aquellas formas de
historia que eran predecibles. Me voy a permitir hacer una comparación: para
Hegel, la Historia es una lección que da un experimentado maestro; este maestro
es la Gran Idea. Al propio tiempo, los que participan en la Historia no
entienden el sentido de la misma, pero el gran maestro y el propio Hegel
comprenden el sentido de la Historia. Es por eso que, para él, la Historia
siempre tiene un fin. Cuando la Historia llega a ser comprendida, se acaba.
Yo me permitiría hacer otra comparación: yo me imaginaría a Dios en la función
de un experimentador y no de un maestro, en la función de aquel que no sabe
cuál va a ser el resultado de sus experimentos y le deja al experimento un
espacio de libertad.
Así pues, nos vemos ante la necesidad de estudiar lo impredecible y de examinar
la casualidad como un mecanismo obligatorio de la Historia.
(“Los
mecanismos de los procesos dinámicos en la semiótica”. Tomado de la conferencia
pronunciada por I. M. Lotman en Caracas, Venezuela, en el I Encuentro
Internacional de Teoría de las Artes Visuales, febrero-marzo de 1992, que tuvo
lugar en el Instituto Universitario de Estudios Superiores de Artes Plásticas
Armando Reverón IUESAPAR. Traducción del ruso de Gustavo Pita.)
Los manuales, pese
a todo, en ocasiones señalan a Lotman como el “primer estructuralista
soviético”; lo hacen fundamentalmente en relación a su libro Sobre la delimitación lingüística y
filológica del concepto de estructura, publicado en 1963, aunque polémicas
como la que antes se reseñó y los títulos de muchos de sus artículos y libros
no hacen necesaria mayor fundamentación. Aunque, claro, resulta difícil
contener en una única calificación una obra que agrupa decenas de volúmenes y
que sin duda fue variando a lo largo de los años. Sucede que Lotman nunca se
cansó de escribir: dejó una catarata de artículos y libros que llevan su firma
y que quienes se han puesto a catalogarlos afirman que superan los 800. Asimismo
la correspondencia que Lotman mantuvo con los intelectuales rusos más
relevantes de su época es gigantesca y permanece íntegra en la biblioteca de la
Universidad de Tartu.
Se señaló antes que
la importancia de Lotman fuera de su país está en obvia relación con la tarea
de traducción de sus obras y que ésta ha sido bastante limitada en lo que
respecta al castellano, algo que resalta todavía más si se tiene en cuenta lo
voluminoso de la obra del semiótico ruso. De cualquier modo hay varios de sus escritos
que han tenido fuerte destaque e influencia en las universidades hispanoamericanas
y ya forman parte obligada de los listados de las bibliografías básicas del
área; se pueden mencionar entre ellos los referidos a la semiótica del cine, el
análisis del texto poético y sobre todo La estructura del texto artístico, más
aquellos volúmenes publicados a partir de 1984, que llevan por título el
término que Lotman acuñó para que se convirtiera en centro de su pensamiento
teórico: La semiosfera.
Cultura
La revista
electrónica semestral de estudios semióticos sobre cultura Entretextos publicó la primera traducción al español de las “Tesis
para el estudio semiótico de las culturas (aplicadas a los textos eslavos)”.
Este valioso e histórico escrito fue presentado en el VII Congreso
Internacional de Eslavística, celebrado en Polonia, y editado originalmente en
1973 («Tezisy k semioticheskomu izucheniiu kul’tur (V primenenii k slavianskim
tekstam)», en María Renata Mayenowa (ed.), Semiotyka
i struktura tekstu: Studia poświęcone VII Miçdzynarodowemu kongresowi slawistów.
Wroclaw, Ossolineum, 1973, páginas 9-32). Cinco son sus autores (Lotman,
Uspenski, Piatigorsky, Ivanov, Toporov), un carácter colectivo que es bien
significativo en este caso y sirve para enfatizar el carácter de manifiesto o
programa de investigación científico que tiene el texto.
De acuerdo con los
historiadores y especialistas las tesis bien pueden considerarse el acta de
fundación que condensa los postulados teóricos básicos de la semiótica de la
cultura.
Dice el parágrafo
0.0.1., aquel que abre el texto:
En el
estudio de la cultura la premisa inicial es que toda la actividad humana
dedicada al procesamiento, intercambio y almacenamiento de información, posee una
cierta unidad. Los sistemas de signos individuales, aunque presuponen
estructuras organizadas inmanentemente, funcionan solamente en unidad, apoyados
unos en otros. Ninguno de los sistemas de signos posee un mecanismo que le
garantice su funcionamiento aislado. De aquí se sigue que, al lado del
acercamiento que nos permite construir series de las ciencias del ciclo
semiótico relativamente autónomas, admitiremos asimismo otro acercamiento,
según el cual cada una de ellas examina aspectos particulares de la semiótica
de la cultura, del estudio de la correlación funcional de diferentes sistemas
de signos.
Desde
este punto de vista adquieren especial significado las cuestiones de la
estructura jerárquica de los lenguajes de la cultura, de la distribución de las
esferas entre ellos, de los casos en los que estas esferas se entrecruzan o
sólo lindan entre ellas.
Como puede
juzgarse, lo que se busca establecer desde el comienzo es una articulación
entre lo particular y lo general o universal. Una relación entre el carácter
relativamente autónomo de las “partes” que constituyen el todo significativo de
la existencia humana y la necesidad de su contención o fusión dentro del marco
mayor que proporciona la arquitectura general de una cultura.
En el interior de la
gran casa del hombre los lenguajes particulares y los textos que son sus
productos son meras habitaciones, cuyo número e importancia habría que precisar
así como en cuáles los hombres pasan más tiempo y por qué, a la vez que se van
descubriendo las puertas más evidentes, los pequeños respiraderos y las
rendijas casi invisibles que conectan a una con otra.
Casi desde la
constitución misma de un campo disciplinario propio la semiología y la
semiótica vienen discutiendo en su interior que es lo estratégicamente
conveniente: avanzar en el sentido de una teoría general de los signos y sus
relaciones, y aceptar, por ello, la postergación del estudio concreto de los
lenguajes particulares (que, habría que agregar, cuando se los estudie bien podrían
acercar resultados empíricos que falsen el entramado teórico que se supone
debían consolidar), o más bien contentarse con que tal conceptualización
general ha encontrado un “techo” con la obra de autores como Charles Peirce y Ferdinand
de Saussure más los aportes filosóficos y lógicos de pensadores como Ernst
Cassirer, Gotlob Frege, Ludwig Wittgenstein y Edmund Husserl, y advertidos de
que no hay mucho que agregar es preferible en consecuencia avanzar por el
territorio de las semióticas particulares, es decir aquellas que se dedican a
cierto tipo de lenguajes específicos (el cine, por ejemplo, o la literatura), y
en todo caso enriquecer la conceptualización alimentándola de ese suelo más
cercano y, en cierto sentido, concreto.
Ya en las páginas
introductorias de su clásico La
estructura ausente. Introducción a la semiótica el italiano Umberto Eco
señaló que la disciplina semiótica debía seguir la doble vía, ascendente y
descendente, de postular hipótesis generales a partir de las cuales fuera
posible guiar el análisis de los lenguajes y, al mismo tiempo, detenerse en el
estudio pormenorizado de corpus de textos apoyándose en los cuales podrían alimentarse
las generalizaciones posibles.
El inicio de las
tesis de Tartu que se acaba de citar sigue a su manera esa doble vía del
reconocimiento necesario de lo particular sin perder de vista que se trata de
un recorte metodológico, táctico, de una materia mayor e integrada que es el
todo cultural, y viceversa. Un ida y vuelta dialéctico que, allí el arte y el
método del analista, se resolverá de modo diverso atento siempre al carácter
dinámico con que los fenómenos culturales enfrentan a quien pretende detenerlos
para su estudio.
Según se explicita
en una de las tesis finales:
En la
unión de diferentes niveles y subsistemas en un único todo semiótico, la
‘cultura’, están funcionando dos mecanismos mutuamente opuestos:
a) La
tendencia hacia la diversidad, hacia un incremento del número de lenguajes
semióticos organizados de manera diferente, el ‘poliglotismo’ de la cultura.
b) La
tendencia hacia la uniformidad, el intento de interpretarse a sí misma o a
otras culturas como lenguas uniformes, rígidamente organizadas.
La
primera tendencia se revela en la creación continua de lenguas nuevas de
cultura y en la irregularidad de su organización interna. A diferentes esferas
de la cultura es inherente una extensión diferente de organización interna. Al
crear dentro de sí fuentes de máxima organización, la cultura también necesita
formaciones relativamente amorfas que sólo se parecen a estructuras. En este
sentido es característico distinguir sistemáticamente, dentro de estructuras
culturales históricamente dadas, esferas que deberían convertirse en una
especie de modelo de organización de la cultura como tal.
Es en este sentido
también que debe destacarse la importancia que tiene el estudio de ciertos
lenguajes o textos particulares (por ejemplo el establecimiento de gramáticas y
poéticas), si en ellos se encuentra ese carácter paradigmático, es decir que
posibilita vislumbrar un patrón de organización de ese todo cultural que de
hecho se presenta como infinito e indefinido. O sea: es destacable su
existencia incluso para después explicar por qué y de qué manera defeccionan y
se ven desbordados en su intento de “regimentación”.
Continúa la cita:
Es
especialmente interesante estudiar varios sistemas de signos artificialmente
creados que aspiran a una máxima regularidad (como, por ejemplo, la función
cultural de los rangos, uniformes y signos distintivos en el estado ‘regular’
de Pedro I y sus sucesores: la propia idea de ‘regularidad’, al formar parte de
la totalidad cultural uniforme de la época, constituye un elemento adicional en
la abigarrada irregularidad de la vida real en aquellos tiempos). Presenta gran
interés, desde este punto de vista, el estudio de metatextos: instrucciones,
‘regulaciones’ y recomendaciones que representan un mito sistematizado creado
por la cultura sobre sí misma. Significativo, en cuanto a esto, es el papel
jugado en diferentes etapas de la cultura por las gramáticas de lenguas como
modelos para textos organizantes y ‘regularizantes’ de varios tipos.
Las tesis tratan a
la vez de proponer un objeto, la cultura, descripto y definido de una manera
particular, según se ha visto, pero a la vez buscan brindar a los investigadores
una respuesta a la pregunta qué hacer.
O sea un programa de investigación y un lineamiento metodológico, aun cuando se
sepa con certeza que su desarrollo completo es imposible. Ésta parece ser otra
de las lecciones que Lotman aprendió de los formalistas rusos y de la Escuela
de Praga, en relación a la necesidad de -también
en el campo de las “ciencias humanas”- detectar y volver evidentes aquellas “instrucciones,
‘regulaciones’ y recomendaciones” que orienten el trabajo conjunto de la comunidad
científica.
En 1990 Lotman publica Universe of the
Mind. A Semiotic Theory of Culture, con una introducción de Eco, en la que se resumen sus investigaciones
sobre semiótica y cultura entre los años 60 y los 80.
En el libro puede
leerse:
La
ciencia moderna, desde la física nuclear hasta la lingüística, conciben al
científico dentro del mundo que está describiendo y como parte de ese
mundo. Sin embargo, el objeto y el observador son descritos en lenguajes
diferentes, y por lo tanto el problema de la traducción es una tarea científica
universal.
La definición, casi
de inspiración epistemológica, permite acercarse al modo en que Lotman piensa
el análisis de la cultura en los términos de una culturología que encuentra su razón de ser en el estudio de la traducción
(el término se usa aquí en un sentido metafórico), la complementariedad, la
yuxtaposición, la negación y la pelea entre los lenguajes diversos que el
hombre habita y que habitan al hombre.
Según se lo quiera
ver y definir, y siempre de manera mezclada e imprecisa, los ámbitos de estudio
en los que Lotman se especializó fueron los de la estética, la semiótica y el
estudio de los distintos sistemas culturales; dentro de ellos el análisis
literario ha tenido un lugar destacado. Pero el espíritu que ronda debajo de
tales especificaciones, como también puede señalarse en obras del tipo de las
de Michel Foucault o Roland Barthes y otros miembros destacados del continuum estructuralismo-posestructuralismo,
está tentado por una propensión de totalidad: se habla casi en nombre de una
refundación de las ciencias sociales e,
incluso más allá, rozando el límite donde las diversas disciplinas científicas
se disuelven en una sola búsqueda rigurosa del conocimiento que tiene en su
centro la comprensión del hombre y su mundo.
Un siglo antes se
habría dicho que se trata de una convicción del orden de lo filosófico, pero
hoy no es tan fácil hacerlo, sobre todo si se tiene en cuenta que Lotman semeja
estar hablando hacia un futuro inevitable, lógico o deseable.
Busca así ocupar un
lugar en el debate típico de la modernidad y la contemporaneidad acerca de si
las diversas ramas y disciplinas que constituyen el conocimiento humano tienden
a segmentarse cada vez un poco más en la búsqueda de objetos claros, precisos,
miniaturas bien recortadas que posibilitan el desarrollo de metodologías
rigurosas, el establecimiento de modelos adecuados y el estudio en profundidad
de esa porción del mundo, o si, por el contrario, la tendencia es a la
simplicidad y la convergencia en una ciencia grande y única, omniabarcativa,
que ha sido capaz de engordar en sabiduría a partir de todo lo que los
investigadores y estudiosos han ido acumulando a lo largo de los siglos.
Lotman, entonces,
tienta un lugar en esta polémica, pero hace a la vez la salvedad de que el
hecho de que la pregunta, el dilema o la elección puedan ser planteados se debe
a ciertas condiciones de posibilidad históricas y de pensamiento que -por
afuera, englobantes- admiten que la interrogación sea concebida.
En su mencionado último
libro Universo de la mente intentó
resumir, una vez más, un modelo espacial para explicar ese desarrollo de la comunicación
y la cultura. El espacio cultural, al que llama semiosfera, hace posible la existencia del lenguaje, fuera de él constituiría
una imposibilidad. Sería éste, por lo tanto, un espacio semiótico, es decir
cargado de signos, heterogéneo, en constante transformación pero al mismo
tiempo unificado. “El signo es el modelo de su contenido”, ha escrito,
definición que deja en claro que Lotman no acepta el principio de arbitrariedad
entre el significante y el significado postulado por Saussure, de quien sí,
como se ha señalado antes y se insistirá más adelante, aprovecha otras
indicaciones conceptuales. Su definición es más bien de inspiración peirceana;
la observación vale en tanto y en cuanto, como el lógico y semiótico
estadouniense, Lotman piensa a la vez a la semiótica como metasemiótica (dado
que todo es signo, diría Peirce, es imposible que se arribe a otra conclusión
razonable).
Dice la última de
las mencionadas tesis:
La
investigación científica no es sólo un instrumento para el estudio de la
cultura sino también es parte de su objeto. Los textos científicos, siendo
metatextos de la cultura, pueden considerarse al mismo tiempo como sus textos.
Por lo tanto, cualquier idea científica significativa puede considerarse tanto
un intento de conocer la cultura como un hecho de su vida a través de la cual
se reflejan los mecanismos de su generación. Desde este punto de vista, podemos
plantear la cuestión sobre los estudios estructurales-semióticos modernos como
fenómenos de la cultura eslava (el papel de las tradiciones checa, eslovaca,
polaca, rusa y otras).
Debe anotarse que
al volver en el cierre sobre los “fenómenos de la cultura eslava”, de hecho
Lotman y sus colegas dejan planteada, casi con el énfasis de la humildad
intelectual, el alcance estrecho de sus generalizaciones precisamente porque
son el producto de un cierto aquí y ahora cultural y, por lo tanto, tributarias
inevitables de las limitaciones que impone su origen.
De la biósfera a la semiosfera
Vladimir Ivanovich
Vernadsky (1863-1945) fue un especialista y geoquímico, y sus reflexiones
acerca de la noosfera fueron una decisiva contribución al “cosmocentrismo ruso”,
un escuela que a comienzos del siglo veinte se creó a partir de una mezcla de
elementos religiosos provenientes de la iglesia cristiana ortodoxa, un reflexión
ética sobre los principios humanistas a los que debe añadirse un componente más
específicamente científico tomado inicialmente de la teoría de la evolución y
la biología en general más la astronomía de gran alcance; es decir, una
particular y curiosa fundición de las tradiciones de Oriente y Occidente.
Vernadsky fue
fundador de la Academia Nacional de Ciencias de Ucrania y en 1926 dio a conocer
el volumen que le daría más fama, La biósfera.
A través de este
tomo Vernadsky popularizó una noción que provenía de un investigador anterior a
él, Eduard Suess, quien al parecer fue el creador del neologismo biósfera. Suess fue el fundador de
disciplinas como la geoquímica, la biogeoquímica y la radiogeología. Por este
camino, Suess utilizaba el concepto de biósfera para sostener la hipótesis de
que la vida es la fuerza geológica que da forma a la Tierra.
Suess había nacido
en Londres en 1831; murió en otra importante ciudad europea, Viena, en 1914. Se
formó como geólogo y se convirtió en un experto en la geografía de los Alpes. Entre
1885 y 1901 publicó una suerte de compendio de sus principales ideas en el
volumen llamado El rostro de la Tierra,
que durante años fue recomendado por maestros y profesores como libro de texto
en buena parte del viejo continente. En sus páginas aparece de manera insistente
y repetida bioesfera como noción
privilegiada:
…algo
parece ser ajeno a este cuerpo celestial integrado por diversas esferas, que
llamamos vida orgánica. Pero esta vida está confinada a una zona determinada,
la superficie de la litósfera. Las plantas, cuyas extensas raíces se hunden en
el suelo para buscar alimento y que al mismo tiempo se alzan en busca del aire
que les permita respirar, proporcionan una buena ilustración de la vida
orgánica que se encuentra en la región en la que interactúan la esfera superior
y la litósfera, y sobre la superficie de los continentes es posible
individualizar una biósfera independiente,
explicó Suess.
De manera analógica
a aquel concepto -y a otros más extendidos y simples como atmósfera- surgió el
de noosfera, que deriva del griego nous, mente, y que fue utilizado en un
comienzo tanto por el mencionado Vernadsky como por Teilhard de Chardin. Su
definición literal es “esfera del pensamiento humano”.
Si se tiene en
cuenta el marco de la concepción de Vernadsky, en la sucesión de la fases de
desarrollo de la Tierra, la noosfera ocupa el tercer lugar; viene después de la
primera, la geoesfera, compuesta por la materia inanimada, y la segunda, la biósfera,
o vida biológica. Siguiendo la lógica de su exposición, del mismo modo que la
aparición de la bioesfera transformó radicalmente la inicial geoesfera, la
emergencia del conocimiento humano ha transformado con fuerza la biósfera. La
idea de noosfera de Vernadsky -siguiendo una línea que, según se la quiera ver
y como antes se indicó, puede entrar en contacto con ciertas apreciaciones de
cuño trascendentalista que se sucedieron en el siglo veinte y hasta hoy- indica
que el carácter de esa irrupción del intelecto humano se manifiesta incluso en
la “trasmutación de los elementos”. Con una inspiración reacia a cualquier tipo
de misticismo, sin embargo se puede considerar a Lotman en contacto con esta
tradición.
Lotman escribió
acerca de la virtud que tiene el análisis de la cultura que se realiza a partir
de las nociones de lenguaje y comunicación:
El
análisis de la cultura desde este punto de vista nos asegura que es posible
describir los diversos tipos de cultura como tipos de lenguajes particulares y
que, de esta manera, pueden aplicárseles los métodos usados en el estudio de
los sistemas semióticos.
En la cita queda
esbozada la base de la semiótica de la cultura como programa de investigación.
Ahora bien, ¿qué hay para decir sobre el objeto que se pretende estudiar?, o en
otros términos ¿qué entiende Lotman por cultura? La cultura, precisa, es “todo
el conjunto de la información no genética”, la cultura es “la memoria común de
la humanidad o de colectivos más restringidos nacionales o sociales”. Explica a
continuación para que no se lo malentienda:
(…) el
término memoria se usa (…) en el
sentido que se le da en la teoría de la información y en cibernética, es decir,
facultad que poseen determinados sistemas de conservar y acumular información.
Lotman abreva en
una noción de comunicación “dura”, que parece provenir más de los viejos
modelos matemáticos de posguerra (se podría recordar aquí a Roman Jakobson), la
teoría de la información y la cibernética, antes que de estimaciones más
“blandas” relacionadas con la antropología o la sociología, al menos
consideradas desde cierta perspectiva general. El punto debe señalarse puesto
que investigadores como Eco subrayan que toda semiótica, de hecho, se convierte
en una teoría general de la cultura, es decir que viene a ocupar el lugar
antaño reservado para la antropología
cultural.
Ahora bien, ¿qué
debe entenderse por semiosfera? Al parecer
ocurre seguido en la ciencia que aquellos conceptos que se ofrecen como
centrales de una determinada perspectiva teórica terminan siendo, a contrapelo
de lo que podría estimar el sentido común, los más difíciles de definir. Quizás
sea así porque en el trabajo conceptual continuo que su autor desarrolla va
convirtiendo ese concepto central en un núcleo dotado de la suficiente fuerza y
plasticidad como para posibilitar sus desplazamientos.
Se debe decir
primero que algunos autores, sin hacer mayor diferencia, entienden que
semiosfera es un sinónimo simple y directo de cultura y que como tal es
elaborado por la Escuela de Tartu. De hecho son intercambiables siempre y
cuando primero se entienda a qué refieren los investigadores estonianos cuando
hablan de “cultura”.
También podría
definirse bien rápidamente la semioesfera como el conjunto de los lenguajes que
constituyen una cultura o como el conjunto de todos los textos existentes o
posibles. “El concepto de semiosfera de Lotman subsume todos los aspectos de la
semiótica de la cultura, todos los sistemas semióticos heterogéneos o ‘lenguas’
que están constantemente cambiando y que, en un sentido abstracto, tiene
algunas cualidades unificadoras”, sostiene al respecto Irene Portis-Winner (Semiotics of Peasants in Transition. Slovene Villagers and Their Ethnic Relatives in America, Durham, London, Duke University
Press, 2002).
Otra bibliografía
intenta acercar más precisiones. Dice Julieta Haidar en su escrito “La
complejidad y los alcances de la categoría de semiosfera”:
(…) la
semiosfera es una categoría dialéctica y hay que enfatizar este rasgo para no
ligarla simplemente a un funcionamiento sistémico estructural, como suelen
hacer algunas lecturas. Además, es una categoría polísémica, porque la podemos
entender de dos maneras:
La
semiosfera general que abarca todo lo cultural, en donde están
funcionando una infinidad de lenguajes y textos (incluso con la
posibilidad de que los textos puedan preceder algunos lenguajes, como plantea
Lotman);
y en
el segundo sentido, la semiosfera general de la cultura está conformada por
semiosferas específicas, particulares y cada una de éstas a su vez está
constituida por lenguajes y textos.
De
acuerdo con los dos sentidos, ambos operativos, la aplicación es distinta: en
la primera forma, tenemos sólo conjuntos de lenguajes y textos en la
semiosfera; en la segunda posibilidad, la semiosfera general como toda la
cultura, está conformada por varias y diferentes semiosferas específicas en las
cuales están en funcionamiento dialéctico los textos y los lenguajes. Hasta
este momento, nos parece que no hay una exclusión entre los dos modos de
entender la categoría y sus funcionamientos, aunque nos parece más operativo
adoptar la segunda propuesta para analizar las distintas semiosferas, como de
la música, de la culinaria, del espacio, de la pintura, etc.
(El texto
se presentó en el I Encontro Internacional para o estudo da Semiosfera.
Interferências das diversidades nos sistemas culturais, celebrado en São Paulo,
Brasil, 22-26 de agosto de 2005.
Una
versión del mismo se puede leer completa en
http://www.ugr.es/~mcaceres/Entretextos/entre6/haidar.htm)
El propio Lotman
parece ofrecer en sus diversas publicaciones usos del término que habilitan las
diversas acepciones y matices, con lo cual de hecho cede a sus lectores más y
menos especializados la “traducción” del mismo.
La semiosfera, en
consecuencia, es un “espacio semiótico fuera del cual es imposible la idea
misma de la semiosis”, y por lo tanto el sentido mismo. Las lecturas críticas
de la teoría semiótica de Peirce suelen insistir en este punto y lo llevan al
extremo: fuera de la semiosis no puede haber pensamiento; todo es de un cierto
orden anterior incognoscible por definición, la negrura, el caos, la muerte, el
no ser, o como quiera llamárselo, lo cual es indiferente en el punto en que se
trata no de un “existente” sólo concebible como conjetura, hipótesis o
necesidad lógica.
Cultura, texto, límite
La definición, determinación
y clasificación de los textos sigue camino similar al que antes se indicó para
la cultura y aquí se retoma.
Dentro de las tesis se señala precisamente:
En
las investigaciones de naturaleza semiótico-tipológica el concepto de cultura
se percibe como fundamental. Al hacerlo deberíamos distinguir entre el concepto
de cultura desde su propio punto de vista y desde el punto de vista del
metasistema científico que lo describe. Según la primera posición, la cultura
tendrá la apariencia de una cierta esfera delimitada que está opuesta al
fenómeno de la historia, experiencia o actividad humana que se encuentra fuera
de ella. De modo que el concepto de cultura está inseparablemente relacionado
con su oposición a la ‘no-cultura’. El principio según el que se hace esto (la
antítesis de la religión verdadera y la profanidad, de la ilustración y la
ignorancia, de la pertenencia a cierto grupo étnico o no-pertenencia, etc.)
pertenece al tipo de la cultura dada. Sin embargo, la misma oposición de la
inclusión en una esfera cerrada y la exclusión de ella constituye un rasgo
significante de nuestra interpretación del concepto de cultura desde el punto
de vista ‘interior’. Aquí ocurre la absolutización característica de la
oposición: parece que la cultura no necesita su contra-agente ‘exterior’ y
puede ser comprendida inmanentemente.
Y un poco después:
(…) la
definición de cultura como la esfera de la organización (información) en la
sociedad humana y su oposición a la de la desorganización (entropía) es una de
la muchas definiciones dadas ‘desde dentro’ del objeto que se está
describiendo, que es una evidencia más del hecho de que la ciencia (en este
caso, la teoría de la información) en el siglo XX no es sólo un metasistema
sino también parte del objeto que se describe, ‘la cultura moderna’.
Ferdinand de
Saussure llamó la atención en su Curso de
lingüística general acerca de una cuestión de la cual la semiótica
contemporánea no ha dejado de sacar conclusiones y consecuencias. De acuerdo
con el lingüista ginebrino todo el misterio de la significación se nutre en última
instancia en un juego más o menos complejo de identidades y diferencias. La
cultura en general o, mejor, cada cultura nacional y epocal supone para Lotman
un espacio semiótico integrado, que a su vez se articula en ese todo de tiempo
y espacio abstractos que es la semiosfera. Dentro de esa totalidades posible
reconocer las unidades menores que la constituyen, por eso, como ha indicado el
especialista Gian Paolo Caprettini (“La noción de límite en la semiótica
textual de Iuri M. Lotman”, en Entretextos,
4, Granada, noviembre de 2004):
El
límite, precisamente, es un concepto y una metáfora a la vez. ¿Qué ocurre en un
límite? Pues que dos “cosas” diferentes a la vez se tocan (se juntan) y se
separan, y ese movimiento doble es el que posibilita el reconocimiento de lo
uno, la individualidad, y la certidumbre de que tal individualidad es en
el fondo simplemente la oposición al otro, carece de otra sustancia que no sea
esa diferencia.
Para Caprettini la
noción de límite es central en Lotman y vuelve una y otra vez en sus diferentes
análisis. Cuando analiza un personaje o la trama de un tragedia tanto como
cuando intenta elaborar y una tipología de las culturas. Afirma: “la semiosfera
(está) gobernada en sus distinciones y conexiones precisamente por el concepto
de límite”.
El descubrimiento
de la importancia de la noción de límite puede buscarse en los trabajos que
Lotman le dedicó a los fenómenos artísticos. Ocurre que, a diferencia del
lenguaje cotidiano, cuyas unidades se nos brindan más o menos directamente así
como las normas de su encadenamiento sintáctico, no ocurre lo mismo con la
lengua artística. Siguiendo la huella trazada por el formalismo ruso, Lotman
observa que los textos artísticas son ambigüos, oscuros (Lotman a la manera de
Iuri Tinianov habla de una “densidad del sentido”) y por lo tanto incluso se
dificulta percibirlos en su unidad, es decir a través de una definición única.
La vida de la
cultura como sistema determina que la información que ha sido acumulada permita
reconocer los textos culturales y producirlos. Texto remite aquí a producto del acto de la comunicación, que como
tal ha debido materializarse en algún tipo particular de sistema de signos o en
varios de ellos a la vez.
En el sentido
amplio que desde hace décadas ya la semiología y el análisis del discurso han
incorporado texto es tanto una
película como un poema, un afiche publicitario como la novela Rayuela, el álbum blanco de los Beatles
y el volante que se reparte a la entrada a la universidad o la disposición de
los cuerpos de los trabajadores de una empresa metalmecánica de Rosario que se
disponen sobre la ruta para impedir el paso y así protestar públicamente contra
los despidos que se han producido en su fábrica.
Queda claro,
entonces, que esa codificación en un cierto sistema de signos en algunos casos
pueden ser bien clara, inmediata y fácilmente detectable y analizable, como
cuando el investigador estudia cierta “porción” lingüística o la primera plana
de un diario donde destaca una foto inmensa acompañada por un gran titular, o
mucho más difusa e hipotética como cuando lo analizable son los gestos, los
cuerpos y cierta disposición de los objetos. De cualquier modo, cuando unos
renglones más arriba se brindó el ejemplo de una protesta obrera se lo hizo con
toda la intención de que se percibiera que la historia ya se encargado de que
cualquier argentino note en ese fenómeno social una determinada dimensión
retórico-simbólica.
¿Qué camino seguir para
la determinación de qué es un texto, cómo se lo debe definir, cómo trabajar
sobre y con él, de qué manera
clasificarlo en su diversidad y transformación…? Lotman contesta en un artículo
que se llama “La semiótica de la cultura y el concepto de texto” (publicado en
Escritos. Revista del Centro de
Estudios del Lenguaje, 9, México, Puebla, 1993, páginas 15-20, traducción
del ruso de Desiderio Navarro):
En la
dinámica del desarrollo de la semiótica durante los últimos quince años se
pueden captar dos tendencias. Una está orientada a precisar los conceptos de
partida y a determinar los procedimientos de generación. La aspiración a una modelización
exacta conduce a la creación de la metasemiótica: devienen objeto de
investigación no los textos como tales, sino los modelos de los textos, los
modelos de los modelos, y así sucesivamente. La segunda tendencia concentra su
atención en el funcionamiento semiótico del texto real.
Mientras
que, desde la primera posición, la contradicción, la inconsecuencia
estructural, la conjunción de textos diversamente estructurados de maneras
diversas dentro de los límites de una sola formación textual y la indefinición
del sentido son rasgos casuales y "no funcionantes", suprimibles en
el metanivel de la modelización del texto, desde la segunda posición son objeto
de especial atención. Aprovechando la terminología saussureana, podríamos decir
que en el primer caso el habla le interesa al investigador como materialización
de las leyes estructurales de la lengua, y en el segundo, pasan a ser objeto de
la atención precisamente aquellos aspectos semióticos que divergen de la
estructura de la lengua.
En La semiosfera. Semiótica de la cultura y del
texto (tomo I, selección, traducción
y prólogo por Desiderio Navarro, Madrid, Cátedra, 1996) Lotman escribió: “el
límite es un mecanismo bilingüístico que traduce las comunicaciones que
proceden del exterior al lenguaje interior de la semiosfera y viceversa”
(citado por Caprettini).
Así la noción de
límite es esencial para distinguir entre texto y no texto, y Lotman intenta demostrarlo
en sus estudios sobre la literatura y el arte. Muestra como los comienzos y los
finales, el sistema del titulado y las
“frases de apertura” y cierre de los objetos literarios buscan formas fuertes
de codificación para que así sea posible su reconocimiento y se los establezca
como objetos concluidos, cerrados, en tanto
principio y fin. Los diferentes textos contarán en cada caso con formas
de delimitación particulares, pero en el fondo similares en su disposición y
funcionamiento a éstas que se destacan para las obras literarias.
Una vez
establecidas las fronteras, el análisis del texto literario que se propone como
modelo posible para los textos en general no difiere en mayor medida de aquel
que acercaron como propuesta los estructuralistas franceses. Es decir, su
descomposición en una serie de niveles todo ellos a la vez parcialmente
abiertos y cerrados (nivel fonológico, sintáctico, etc.). “Cerrados” en tanto
conservan una cierta autonomía y “abiertos” dado que su naturaleza misma es la
de englobar niveles menores e integrarse a niveles mayores-. Aunque la noción
de límite opera en realidad no en la consideración de este tipo de textos en su
nivel más “bajo”, es decir de estructura primaria que sólo remite a un cierto
ordenamiento de señales, sino en la integración de su estructura secundaria o
compleja, que es precisamente aquella que determina finalmente que el texto en
cuestión se reavive con cada nueva lectura y parezca de hecho inagotable en su
capacidad semántica.
La noción de texto,
cabe agregar, muestra hasta qué punto la semiótica de la cultura de Lotman se
aleja de las posiciones de la autonomía propias de los formalistas rusos para
acercarse más bien a las consideraciones, polémicas de los anteriores, elaborada
por el Círculo de Bajtín. Jorge Lozano escribió al respecto:
(…) la
propuesta de Lotman que altera toda una tradición inmanentista en el modo en
que la semiótica ora heredera del estructuralismo ora del método formal o
formalismo, encaraba su objeto de análisis, esto es el texto o dispositivo
pensante, como lo llama Lotman. El texto se veía como una entidad separada,
aislada, estable y autónoma. Tras los trabajos de Lotman el texto se ve como un
espacio semiótico en el interior del cual los lenguajes interactúan, se
interfieren y se autoorganizan jerárquicamente. Puesto que la dimensión del
signo no es pertinente -como enseñó Hjelmslev-, la cultura en su totalidad
puede ser considerada como un texto pero, como advierte Lotman, es un texto
complejamente organizado que se descompone en una jerarquía de «textos en los
textos» y que forman complejas tramas de textos. Así, puesto que la propia
palabra «texto» encierra en su etimología el significado de trama, se le
devuelve al concepto «texto» su significado inicial. Al hablar del «texto
dentro del texto» se quiere subrayar el papel de los límites del texto, ya sea
de los externos que lo separan del no texto, ya sea de los internos que dividen
sectores de diferente codificación.
Lozano reseña a
continuación un ejemplo histórico que acerca el propio Lotman para que se entienda
su postulación:
En Cultura y explosión Lotman pone el
ejemplo de cómo, sobre el fondo de una tradición que incluye el pedestal o el
marco en el dominio del no texto, el arte de la época barroca lo introduce en
el texto transformando por ejemplo el pedestal en una roca y ligándolo de
manera temática en una única composición con la figura. El ejemplo que da
Lotman como característico de la inserción del pedestal en el texto del
monumento es la roca sobre la cual Falconet situó su estatua de Pedro el Grande
en San Petersburgo.
«Paolo
Trubeckoi, al proyectar el monumento a Alejandro III, introduce en él una cita
escultórea de la obra de Falconet: el caballo puesto sobre una roca. La cita
tenía, sin embargo, un sentido polémico: la roca que bajo los zócalos de Pedro
confería a la estatua un empuje hacia adelante, en Trubeckoi se transformaba en
barranco y abismo. Su caballero había cabalgado hasta el límite y se había
detenido pesadamente sobre el precipicio». Al parecer el sentido era tan
explícito que ordenaron al escultor sustituir la roca por el tradicional
pedestal.
Como
la «memoria del género» introducido por Bajtin, el texto, para Lotman, restaura
el recuerdo y genera nuevos sentidos. Merece la pena traer aquí la disputa
entre la señora Prostakova y su siervo, el sastre Trishka, que tanto le gustaba
a nuestro autor:
SRA.
PROSTAKOVA:... un sastre aprende de otro, éste de un tercero; pero el primer
sastre ¿de quién aprendió? Contéstame, bestia.
TRISHKA:
Pues, el primer sastre puede que cosiera incluso peor que yo.
Frente
a la herencia formalista que veía el texto como un sistema cerrado,
autosuficiente, organizado sincrónicamente y aislado (aislado no sólo en el
tiempo -del pasado y del futuro- sino aislado también espacialmente del público
y de todo aquello que se situara fuera del mismo texto), Lotman, que alguna vez
dijo «el texto crea a su público a imagen y semejanza», ve en el texto la
intersección de los puntos de vista entre el autor y el público.
En este aspecto se
deberían marcar también los reparos y matices que obligadamente deben
introducirse a continuación cuando se clasifica a la corriente de la semiótica
de la cultura como la versión acuñada en Tartu de la corriente estructuralista
europea.
Sistemas modelizantes primarios y secundarios
En “La semiosfera. Semiótica de la cultura y
del texto” (Universidad de Valencia, Frónesis, 1995) y dentro del desarrollo de
los fundamentos de su “semiótica de la cultura”, Lotman esboza su ya clásica
distinción entre los sistemas
modelizantes primarios y los sistemas
modelizantes secundarios.
Los primeros son
aquellos propios de las lenguas naturales, los segundos tiene que ver con la
literatura, las artes, las ciencias, la religión, los mitos, etc. Hay en la
distinción una derivación evidente de la clasificación propuesta por Mijail
Bajtín para distinguir a los géneros discursivos primarios o simples de los
secundarios o complejos como las formas en que los hombres organizan los
enunciados que los vinculan y posibilitan ordenar las diversas y cambiantes esferas
de la vida social.
Que la lengua constituya
una modelización quiere decir que organiza la visión social e individual del
mundo; tal punto de vista es en
consecuencia una valoración (en este
punto también se puede observar una directa relación de las afirmaciones de
Lotman con las de Bajtín y Valentín Voloshinov).
Para
decirlo en unas pocas palabras que en otros autores del campo de la semiología
y la semiótica se suele encontrar de manera más o menos similar: los lenguajes modelizan la relidad, o
sea, le dan forma.
Que haya muchos
lenguajes significa, además, que son
muchas las modelizaciones posibles, afirmación que se puede entender también
como la forma lotmaniana de dar cuenta del fenómeno de los contextos múltiples
y los desplazamientos de la interpretación de todo texto y, por lo tanto, de la
riqueza semántica que los nutre. La noción de cultura que proporciona Lotman es
esencialmente dinámica.
Por otra parte se
deben advertir que unas modelizaciones se integran en las otras. Las modelizaciones secundarias
se apoyan y nutren de las primarias, a las cuales a la vez arrancan de su
contexto “natural” para arrojarlas a una profunda resignificación. Nuevamente
el ejemplo más claro lo proporciona la literatura y basta como ilustración señalar
el carácter distinto que cobra una simple expresión de aburrimiento o agobio
cotidiana (“ufa”, “sigamos”, etc.) colocado en la boca de un cierto personaje
en medio de una cierta acción y un conjunto de complejas relaciones con otros
personajes, una cierta perspectiva de narración, etc.
De todo lo expuesto
se deduce la importancia de las nociones lotmanianas de frontera o límite, de filtros
y de barreras. Las primeras ya fueron
mencionadas como aquellos términos que dan cuenta de las operaciones que la
cultura realiza para cortar, separar, distinguir y clasificar, aunque sea
momentánea y efímeramente en muchos casos, las unidades dentro del torrente de
la totalidad semiótica. Los filtros
posibilitan la descripción de los mecanismos de “traducción” de un sistema
semiótico a otro, mecanismos que muchas veces funcionan como barreras en tanto y en cuenta están
concebidos maquinalmente para frenar ciertas formas y contenidos y dejar pasar
a otros.
De acuerdo con lo
anterior un texto artístico soporta sobre su cuerpo una doble codificación. Un
ejemplo claro lo da Lotman y otros integrantes de la escuela de Tartu en sus
análisis de novelas modernas.
Al igual que las
escuelas estructuralista y posestructuralistas francesas, de Roland Barthes a
Michel Foucault y Julia Kristeva, los tartusianos se mostraron igual de
insatisfechos con las implicaciones y derivaciones teóricas y metodológicas del
concepto tradicional de “obra” y, al igual que aquellos y aunque sea materia de
debate si lo hicieron exactamente por las mismas razones conceptuales e
ideológicas, lo cierto es que levantaron en su lugar la ya mencionada noción de
“texto”. El cambio supone un ataque frontal a todos aquellos predicados de unitario,
indivisible, cerrado e inmanente que caracterizan a la obra; el texto, por el
contrario, es un objeto privilegiado de la semiótica de la cultura precisamente
porque en él se entrecruzan de manera vívida las dos líneas de la doble
codificación antes señalada y se espectacularizan en su fuerza y dinamismo.
Recurriendo a una metáfora se puede decir que la novela es un caleidoscopio
donde dan vueltas, ya se muestran extremadamente coloridos ya se esconden en el
claroscuro las relaciones entre los más diversos mundos semióticos.
El sentido como
producto único del mensaje que prescribía la noción de obra para todo artefacto
literario se ve reemplazado por la controversia de significaciones vivas y
cambiantes que caracterizan al texto literario en tanto texto. La pasividad se
transforma en actividad y dinamismo. Ese mismo camino es el que recorre la
interpretación del texto, y el lector entendido como mero reproductor de un
conjunto de instrucciones directas desparramadas por el autor sobre la
superficie de la obra se convierte en un verdadero “traductor” entre lenguas, culturas
y mundos semióticos.
La concepción que
se desprende de la semiótica de la cultura para el tratamiento del texto
artístico y la figura del lector se asemeja a la del interpretante (depositario
último de la semiosis ilimitada o infinita, vale recordarlo) en la teoría del
estadounidense Charles Peirce.
Si bien no utiliza
la noción bajtiniana de la intertextualidad, Loman sostiene que su concepto de
texto y por obvias razones de sus implicancias teóricas jamás podría considerar
como “generador textual operante” mínimo
al texto aislado (de algún modo dentro de su perspectiva “texto aislado” es un
sinsentido); un texto, y valga el juego de palabras, se define en relación a un
contexto, o sea a un sinnúmero de textos otros que lo rodean, anteceden y
siguen, y un cierto hábitat semiótico.
En relación con la
literatura en sí Lotman explicó que su análisis necesariamente ha llevado a los
investigadores por dos caminos excluyentes, el de la inmanencia y el de la
función, y la relación entre una variante y la otra añade una serie de
problemas no siempre fáciles de superar (aunque la teoría de la cultura y del
texto lotmaniana siempre apuntó en ese sentido). Lotman sintetizó así la
cuestión:
No
existe una relación simple y automática entre la función de un texto y su
organización interna: la fórmula de relación entre estos dos tipos
estructurales toma una forma diferente en cada tipo de cultura, de pendiendo de
los modelos ideológicos más generales. Esta correlación quizás pueda ser
definida en la siguiente generalísima e inevitable manera esquemática: el
surgimiento de cualquier sistema de cultura acarrea la formación de una
determinada estructura de funciones características a esa cultura y al
establecimiento de un sistema de relaciones entre funciones y texto.
(“El
contenido y la estructura del concepto literatura”.
Artículo traducido por la alumna Mía Maestro como ficha interna de la cátedra
de Teoría y Análisis Literario I, Facultad de Filosofía y Letras, Universidad
de Buenos Aires, 1994.)
Para Lotman aquello
que posibilita la diferenciación del texto literario de otra clase de textos es
precisamente que su estructura interna es isomórfica con relación a la cultura
a la que pertenece, de la cual repite “los principios generales de su
organización”.
En síntesis:
La
literatura nunca constituye un cuerpo homogéneamente amorfo de textos: no es
sólo una organización, sino un mecanismo que se organiza a sí mismo. En el
grado más alto de organización, la literatura delinea un nivel de textos que
están en un nivel más abstracto que la entera masa restante masa de
producciones, los metatextos. Éstos
son normas, reglas, folletos teóricos y artículos críticos, que hacen volver a
la literatura sobre sí misma, en una forma evaluativa estructurada y
organizada. Esta función organizadora consiste en dos tipos de acciones: la
exclusión de una categoría definida de textos del circuito de la literatura y
de sus organizaciones jerárquicas, y la evaluación de los textos restantes.
Tales acciones
expulsivas se dan no sólo en un nivel sincrónico, sino también cuando se
considera la dimensión diacrónica.: “los textos que fueron escritos antes del
surgimiento de normas explícitas o que no se corresponden con ellas son
declarados no literatura”.
Lotman, finalmente,
agrega otra dimensión que es la que corresponde a la valoración de las obras:
Junto
con la inclusión o la exclusión de ciertos textos de la esfera literaria, opera
otro mecanismo: aquél de la distribución jerárquica de los textos literarios y
de su descripción de valores. Dependiendo de una u otra posición cultural, las
bases de la distribución pueden ser normas de estilo, asuntos referentes al
tema, la conexión con concepciones filosóficas específicas, o el cumplimiento o
la violación de un sistema de reglas genéricamente aceptado. Pero el principio
en sí mismo de la descripción jerárquica y valorativa es invariable: dentro de
la literatura los textos también son colocados en relación al “arriba” y
“abajo” axiológico, o alguna esfera neutral intermedia.
En ese mapa que involucra
en su trazado las formas literarias “altas” y “bajas” lo fundamental es
advertir que la vida estética se nutre del conflicto que, por lo tanto, es la
energía imprescindible que le sirve de alimento y sobrevida: “la victoria de
cualquiera de las dos significa el estancamiento de la literatura como
conjunto”, concluye Lotman sus observaciones sobre “El contenido y la forma del
concepto ‘literatura’”.
Continuidad y explosión
En su último libro,
el ya citado Cultura y explosión, Lotman
apela a la figura del “estallido” para volver a una constante de su obra que es
el análisis de los procesos que desencadenan la dinámica cultural. La
“explosión” da cuenta, por un lado de la heterogeneidad y multiplicidad de
sistemas de la cultura (su complejidad, la
articulación de niveles diferentes) y, por el otro, intenta iluminar los
modos de funcionamiento del amplio conglomerado de información que convencionalmente
se denomina cultura.
El lugar
privilegiado que ocupa el arte, subraya Lotman, está dado porque éste en sus
diversas manifestaciones brinda “efectos explosivos” más importantes El
carácter libertario con que el arte enfrenta a la realidad material es
“explosivo”, busca evitar las normas que lo sujeten e impidan sus movimientos. Así
se puede ver con claridad en la literatura, sobre todo en la moderna, pero la
predicación es aplicable también a otros campos estéticos; de hecho se cumple
al respecto la máxima de que la semiosfera es múltiple en sus temas y
contenidos pero se muestra más homogénea cuando se descubren y analizan en les
mecanismos que la hacen funcionar. Existe por lo tanto una correspondencia a
revelar, y es aquella con la que los fenómenos estéticos se producen en artes
plásticas, música, arquitectura y en otros espacios simbólicos; correspondencia
se ve elevado al lugar del concepto y clave de comprensión y el trabajo del
crítico se vuelve imprescindible para el establecimiento de una tal calidad.
Lotman parece en
estos escritos oponerse a la especialización parcelada para juzgar los diferentes
campos del arte y postula una visión unitaria. En una de sus ilustraciones del
camino a seguir para el estudio de la cultura toma una forma emblemática del modo
en que se constituye el universo del arte: el interieur. Esa suerte de
mezcla forzada y armónica convivencia en el espacio de la sala burguesa que
envuelve a los muebles, objetos decorativos, libros de épocas distintas, un
instrumento musical (tradicionalmente el piano), algunas pinturas; constelación
a la que desde hoy podríamos agregar una televisión, una radio, revistas sobre
la mesa junto a un ipod y un teléfono celular, fotografías en las paredes, a un
costado el escritorio con la computadora…
Ahora bien, debería
ser claro a esta altura que es impensable un cierto interior sin el exterior
que es su contrapartida y, a la vez, condición de posibilidad. El interior, en
consecuencia, se vuelve representación de la cultura y del texto que se
constituyen a partir y en razón de la idea de frontera que divide el adentro y
el afuera. La frontera es el filtro y la barrera que permiten que ingresen
ciertos elementos y no otros, y se prepara así para la asimilación y
“reconversión” de los mismos. El trazado de la frontera es dinámico y movible;
necesita tal libertad para garantizar un pleno desarrollo de la actividad de la
digestión (la “traducción”) que transforma lo ajeno en propio, lo convierte
lisa y llanamente en información.
La desorganización
del afuera es directamente proporcional a la integración y el ordenamiento del
interior.
Por otra parte, cada
obra arrastra su propio contexto; no sólo “convive con obras de otros géneros,
sino también de otras épocas”, dice Lotman y afirma seguido que aquellos
“interiores” constituidos exclusivamente por objetos de un estilo único producen
una impresión de monotonía. Le interesa, pues, además de la valoración de los
objetos o a través de ella, la descripción de los criterios que han
posibilitado que sean esos objetos artísticos y no otros los que aparezcan
relacionados.
Las impresiones de
suma heterogeneidad semejan partir y moverse en direcciones opuestas, pero la
impresión primera a poco andar hace lugar a la certidumbre de que en verdad el
arte se expresa en series; los hombres no traman su relación y consumo de los textos
artísticos en forma aislada; de manera más o menos conciente, la experiencia
social es la de su integración en un mundo perceptivo común que reconoce algún
centro organizador, aunque éste asome siempre de manera inestable.
Cultura y explosión vio su
publicación unos meses antes de que Lotman muriera. Más que escrito por su autor, y producto de sus
últimos años de enfermedad, el libro fue dictado. Se trata de alguna manera de un testamento
intelectual, dado que las No-memorias
que también dictaba no pudieron ser completadas y sólo brindan un acercamiento
parcial a su vida y obra.
El especialista
Jorge Lozano escribió a manera de
balance en la introducción que abre la versión castellana de Cultura y explosión:
En
estas más de tres décadas de investigaciones semióticas se ha ido modificando y
redefiniendo el propio campo de la disciplina que comenzó considerándose
justamente «la ciencia de la comunicación», fue desarrollándose en un ambicioso
proyecto de crear una tipología de la cultura y últimamente ha ido perfilando
una teoría e historia de la cultura como el propio Lotman define a la semiótica
estableciendo nuevas fronteras y revisando o rechazando sus propios conceptos,
rehusando «la pesadilla de la ortodoxia metodológica» como gustaba de decir. En
diferentes escritos Lotman se ha referido a la serpiente como símbolo de la
sabiduría. En sus No-memorias
(Ne-memuary) se puede leer:
La serpiente crece, cambia de
piel. Es la exacta expresión del progreso científico. Para permanecer fiel a sí
mismo el proceso de desarrollo cultural debe mudar repentinamente en el momento
oportuno.
La vieja piel está ahora
estrecha y frena el crecimiento en vez de favorecerlo. En el curso de mi
actividad de estudioso la Escuela de Tartu y yo a veces hemos debido liberarnos
de la vieja piel...
Sólo queda esperar que después
de haberse liberado de la piel, la serpiente cambiando de color y aumentado de
tamaño, mantenga la propia integridad.
Particularmente la
metáfora de la explosión devuelve a una discusión más general que desde hace
más de un siglo se lleva adelante con énfasis diversos en el interior de las
ciencias sociales y de las ciencias en general y que tiene que ver con la
respuesta metodológica que se brinda a la pregunta a cerca de si conviene
estudiar un objeto (en este caso la cultura) como un lento proceso de
desenvolvimiento que más bien tiende a generar la idea de inmovilidad y permite
con mayor facilidad inspeccionar la estabilización de leyes generales, o si es
preferible acercarse a él en el momento del quiebre, de la crisis y el cambio brusco.
En este segundo caso es la explosión el momento de revelación de un
funcionamiento global, ese instante en el cual la verdadera naturaleza del
fenómeno se transparenta.
Según se lo veo se
trata del debate que abre en su Curso de
lingüística general en torno a la sincronía y la diacronía, la quietud y el
cambio, o que, en otra área, la de la epistemología, fogoneó el estadounidense
Thomas Kuhn con su idea de la “revolución científica” que buscaba sepultar la comprensión
de la ciencia como un infinito e ininterrumpido proceso de acumulación y
sedimentación de saber. El término “explosión” posibilita ver claramente y de
inmediato cuál es la dirección que han tomado Lotman y la Escuela de Tartu aun
cuando han insistido una y otra vez con que no se trata necesariamente de
perspectivas exclusivas e incompatibles -inconmensurables entre sí, como
señalaba Kuhn para describir la naturaleza de los paradigmas científicos- y que
muy bien puede concebirse al investigador metiendo la mano en una y la otra
bolsa según lo necesite para llevar adelante su tarea y resolver los problemas
que de continuo debe enfrentar.
De cualquier modo,
la lección misma de la imagen de la explosión, que es inimaginable para titular
y guiar sus trabajos de unas décadas atrás, quizás lleva sobre el final la
memoria de aquellos fogonazos de la vanguardia formalista rusa abrevando de
cuyas ideas y polémicas alguna vez Yuri Lotman comenzó su formación
intelectual.
Jorge Warley
Universidad Nacional de La Pampa
Santa Rosa, 2009
Jorge, muchas gracias por el texto digitalizado, tengo tu libro impreso, es de alto nivel académico. LO uso en mis clases.
ResponderBorrarUn abrazo, Luis