En todos los manuales sobre el tema hace ya tiempo que se insiste sobre
aquello que, para abreviar, podríamos llamar la querella entre semiología y semiótica. Se trata de dos términos que
a simple vista pueden presumirse como sinónimos, ambos definiciones posibles
para la “ciencia que estudia los signos”, pero que en realidad cubren
tradiciones y presupuestos teórico-metodológicos diferentes.
Una, la semiología, fuertemente ligada al desarrollo contemporáneo de la
lingüística, la figura de Ferdinand de Saussure (Ginebra, 1857-1913) y su Curso de lingüística general (1916), se
extendió por la Europa
continental al calor de la escuela estructuralista desde mediados o fines de
los años cincuenta; la otra, relacionada con la filosofía y la lógica, centrada
en el ámbito anglosajón, proviene de una fuente más lejana que se remonta hasta
los estoicos y que en la modernidad fue atravesada por el pensamiento empirista
hasta su renacimiento singular y definitivo en la obra del estadounidense
Charles Peirce (Cambridge, 1839-1914).
En las universidades argentinas, ámbito donde estas cuestiones teóricas
se han estudiado y debatido principalmente, parece haber predominado la
concepción de que se trata de dos caminos opuestos y enfrentados para analizar
la relación que los hombres tienen con el sentido. Un artículo en particular ha
cobrado una fuerte importancia, y esto es así porque resume apreciaciones
anteriores y a la vez ha generado una fuerte influencia hacia adelante. Se
trata de “Terceridades” (en La semiosis
social. Fragmentos de una teoría de la discursividad, Barcelona, Gedisa,
1987), escrito en que el especialista Eliseo Verón (Buenos
Aires, 1935) enfrenta el cerrado
modelo binario saussuriano con las formulaciones triádicas de Peirce y de
Friedrich Gottlob Frege (Alemania, 1848-1925), modelos que juzga “abiertos” a
la consideración de la producción social de las significaciones.
Dice Verón en sus “Terceridades”.
Entre
la extrañeza expresada por el texto del Cours
a propósito de la lengua -objeto a la vez concreto y construido- y la
perogrullada de la lengua como instrumento de comunicación -evidencia
enceguecedora-, algo se perdió en el camino.
La
pérdida, en el fondo, ha sido doble: tocó a la vez el sentido y el sujeto; no
podía ser de otra manera, ya que si el sentido es material, lo es para un
sujeto que percibe. Si el signo perdió el sonido de la palabra y la traza de la
escritura, es porque el sujeto ha perdido su cuerpo, y recíprocamente.
Si el
funcionalismo en su versión lingüística liberó a la lengua de la voz del sujeto
hablante y de las manos del sujeto escribiente es porque al mismo tiempo, su
versión sociológica liberaba al actor social del conjunto de su cuerpo: en un
funcionamiento como en el otro, el sentido del acto (hablar o hacer) se reduce
al foco intencional de la conciencia. Sistemas de signos sin materia, sujeto
sin cuerpo: pesada herencia que la lingüística primero, la semiótica después y,
más recientemente, la pragmática adaptaron a sus propias necesidades.
Las
consecuencias han sido múltiples en los dos planos que permitía concebir este
horizonte: el del significante y el del significado. (...)
Desbloquear
la situación creada por esta doble pérdida sólo se puede hacer desde fuera de
la herencia saussureana. Ahora bien, antes del surgimiento de la lingüística (o
independientemente de ésta), se habían propuesto principios que permitían
abordar la cuestión del sentido de una manera muy diferente. Borrados por la
consolidación y el éxito de la lingüística, estos principios fueron más que
olvidados, simplemente ignorados. En Europa se los redescubrió en los años
setenta, lo que no es ajeno a la “crisis de la noción de signo”, -aun cuando
esta crisis se expresó, sobre todo en Francia, casi exclusivamente en el plano
de la reflexión filosófica.
Tal “reflexión
filosófica” apunta, según indica Verón en la nota correspondiente, hacia el
sendero despejado por la “filosofía del lenguaje común” o teoría de los actos
de habla emblematizada en la obra de John Austin (Gran Bretaña, 1911-1960), Cómo hacer cosas con palabras, en su
lengua original How to Do Things with
Words, tratado que recoge las
conferencias que Austin pronunció en el año 1955 en la Universidad de Harvard
y que fue publicado póstumamente, en 1962.
Es claro que el que produjo Verón no se trata de un juicio obligado. Si
se revisa la bibliografía se pueden encontrar algunos viejos artículos del ruso
Roman Jakobson (Moscú, 1896-Boston, 1982) que, con pocos matices, empujan al
lector a una identificación entre Saussure y Peirce. De igual modo ocurre con
un ya breve clásico cuyo original en francés fue publicado
por Editions du Seuil en 1964, los Elementos de semiología de Roland Barthes (Cherburgo, 1915-París,
1980), donde Peirce aparece citado y se considera su figuración del signo,
aunque el semiólogo francés prefiere la saussuriana y no encuentra obstáculo
para, con una simple vuelta de tuerca conceptual inspirada por las
observaciones del lingüista francés Émile Benveniste (Siria, 1902-París, 1976),
abrir sus análisis al mundo a partir de las nociones de discurso (un poco más tarde texto)
y connotación. Este último concepto,
el de connotación, que va a tener una particular importancia en el desarrollo
de la semiología contemporánea, no aparece en el Curso de lingüística general pero sí en los libros de otros lingüistas
como Leonard Bloomfield (Estados Unidos, 1887-1949) y Louis Trolle Hjelmslev (Copenhague,
1899-1965).
Y así también con algunos de los manuales iniciales del italiano Umberto
Eco (Piamonte, 1932), como el Tratado de
semiótica general (Barcelona, Lumen, 1981; su primera edición original en
lengua italiana es de 1975) y La
estructura ausente. Introducción a la semiótica (1968; en castellano:
Barcelona, Lumen, 1972), donde el investigador italiano, por un camino bien
pragmático, toma de uno y otro, los junta y los separa, según le convenga a los
fines de trazar ciertas leyes-guía generales o le reclame a la naciente
disciplina el estudio de fenómenos culturales específicos, como la historieta,
la publicidad, la arquitectura, etcétera.
Por otra parte, y
se cita como ilustración de la disputa planteada, en “Ferdinand de Saussure:
desarrollo y actualización de sus conceptos” (Las fuentes teóricas de la semiología: Saussure, Peirce, Morris,
Buenos Aires, Edicial, 1983) Juan Magariños de Morentin escribió:
Atendiendo
al estado actual de desarrollo de los conocimientos de la lingüística, de la
semiología e incluso de las restantes ciencias sociales, hay tres razones por
las que, metodológicamente, resulta conveniente identificar a los signos
semiológicos en cuanto no lingüísticos y mantener esta artificial diferencia,
al menos provisoriamente: 1) por el escaso desarrollo de la semiología, lo que
la pone en plena dependencia de la lingüística. Los buenos deseos de Saussure
apenas si han comenzado a concretarse y, pese a todos los desarrollos
literarios de la semiología en las décadas del 60 y 70, es poco lo que se ha
avanzado para dotarla de una estructura respetablemente científica. De aquí que
todavía es más lo que la lingüística aporta a la semiología que lo que ésta
proporciona a la otra. La condición fundamental consiste en mantener cada una
de las respectivas calidades debidamente diferenciadas y propugnar una rápida
rigorización de la semiología. 2) Todo conocimiento no lingüístico está
destinado a ser traducido al sistema de signos-lengua que bien pueden
calificarse como instrumentos ancestrales del conocimiento. O sea, de una parte
tenemos a los signos-lengua como destino final, para el conocimiento, de los
signos-no lingüísticos; y por otra a los signos-no lingüísticos en cuanto entidades
del conocimiento plenamente significativas con independencia del lenguaje
verbal, pero destinadas a ser comunicadas, lo cual, en principio, necesita
cumplirse mediante los signos-lengua (u otro lenguaje formal cuyos símbolos han
debido ser explicitados, en la etapa de propuesta o aprendizaje, mediante
signos-lengua). Es comprensible que el hecho de estar constreñidos a tal
traducción no excluye la necesidad de ser conocidos por su estructura interna,
antes y al margen de la transformación que debería surgir al ser insumidos en
la lengua. 3) Los signos-no lingüísticos constituyen el objeto material del
conocimiento de numerosas disciplinas sociales. La historia, la sociología, la psicología,
la antropología, la arqueología, etc., tratan acerca de acontecimientos,
situaciones, estructuras, que aunque dotadas de calidad cultural, no son
originariamente lingüísticas (lo que no quiere decir que no sean
originariamente semióticas); para cuando accedemos a su estudio o análisis ya
las encontramos transformadas en lenguaje o bien la primera tarea que debe
cumplir el investigador es transformarlas en tal. Por ello, no es inusual que
se contaminen con legalidades que son propias de lo lingüístico, perdiéndose,
en ocasiones, su propia legalidad extra-lingüística.
El investigador
apoya su razón en una suerte de contradicción que anota en la obra del propio
Saussure. Comenta Magariños:
(…) la relación entre pensamiento y
lenguaje. En el pensamiento encontrarían cabida la totalidad de los sistemas de
signos tanto lingüísticos como no lingüísticos. Ahora, el pensamiento, ¿se
constituye en el acto de traducir los signos-no lingüísticos en signos-lengua? O
bien, ¿está ya plenamente constituido cuando cumple el acto de articular signos
sean lengua o sean no lingüísticos (es decir, por la tarea de relacionar un
significante diferencial con su específico significado también diferencial) sin
que deba esperarse su traducción a lo verbal? Cuando suele preguntarse sobre la
prioridad lógica entre pensamiento y lenguaje se supone una posibilidad de
pensamiento no verbal, pero se lo considera, por esta carencia de lengua que lo
diga, como una indiferenciación un tanto amorfa. Ello da fácil ventaja a
quienes rechazan la posibilidad de tal pensamiento sin lenguaje; porque fuera
del lenguaje todo sería una nebulosa sin contornos. Incluso hay que advertir
que ésta es la posición de Saussure, para quien "psicológicamente, hecha
abstracción de su expresión mediante las palabras, nuestro pensamiento no es
más que una masa amorfa e indistinta. Filósofos y lingüistas han coincidido
siempre en reconocer que, sin el auxilio de los signos, seríamos incapaces de
distinguir las ideas de manera clara y constante. Tomado en sí mismo, el
pensamiento es como una nebulosa donde nada existe necesariamente delimitado.
No existen ideas preestablecidas y nada está diferenciado antes de la aparición
de la lengua".
Según observa Magariños:
Aquí Saussure se olvida de la
semiología que propuso inicialmente. O mejor, como la restringe a sistemas de
comunicación mediante otro tipo de signos, pero de signos ya codificados y
declarados aptos para la comunicación, la semiología no le sirve. Es totalmente
cierto que el pensamiento amorfo no es tal, pero también es cierto que no es
necesario recurrir al lenguaje para disponer de un pensamiento con ideas
claras, definidas y constantes. Saussure le teme al platonismo de las
"ideas preestablecidas"; pero no es necesario recurrir a tal
platonismo para que el pensamiento diferencie y jerarquice el universo. Incluso
es posible especular, desde una perspectiva lógica, que la palabra necesitó la
preexistencia [óntica, pero también ontológica, o sea, en cuanto ya son signos]
de lo nombrado y, en el más rudimentario de los universos culturales
(posiblemente aquel al que aludimos del hombre de Neanderthal) existía un
sistema de objetos ("S") diferenciado y cuya utilidad empírica
u orden mítico ("s") estaba ya establecido en la relación que
el comportamiento guardaba con esos objetos, aunque no se hubiesen diferenciado
y sistematizado en lengua las expresiones vocales que habían de
yuxtaponérseles. Otro problema es la sobredeterminación de esos signos-no
lingüísticos cuando quedan cubiertos por la palabra; es más fácil perder la
definición de signos-no lingüísticos que de palabras, y uno de los riesgos de
las culturas ha sido siempre quedarse en la comodidad de las palabras y perder
la creatividad de la tarea que transforma a las cosas en signos-no
lingüísticos. No tratamos de plantear la posibilidad de una cultura sin
lenguaje; constituye el medio más apto para la comunicación que el hombre tiene
a su disposición y no hay cultura sin comunicación. Pero pensar y,
especialmente, pensar científicamente requiere transformar lo real en un orden
de percepciones o significantes diferenciales y someter a crítica constante los
enunciados, es decir, las fórmulas del lenguaje, mediante las cuales se
establecen tales diferencias y los correlativos valores de sistematización que
representan. El conocimiento del signo que estamos considerando ofrece, pues,
una directa relación con el principio epistemológico que rige al concepto mismo
de la ciencia; no se trata sólo de razonar sino de establecer la razonabilidad
del propio razonamiento.
Si bien en escritos posteriores
Magariños fue reelaborando los argumentos que aquí se citan, igual quedan
claras las “limitaciones” que encuentra en la teoría saussuriana a la hora de
encarar “una ciencia que estudie los signos” en tanto “signos-pensamiento”, o
sea de acuerdo a la dirección señalada por Peirce -aparentemente mucho más
provechosa para este autor- y que en su desarrollo se toca necesariamente con
la lógica. Y también con la epistemología, en tanto y en cuanto la semiótica se
vincula con el resto de las ciencias observándolas desde fuera del conjunto que
las contiene, o sea de un modo cercano a la manera en que hace veinticinco
siglos Aristóteles concebía a la lógica formal, como un organon, o sea como una disciplina cuya función es la de la
“vigilancia epistemológica”, la guía atenta y estricta para las operaciones con
los signos que, en definitiva, son quienes “llenan” las estructuras de los
razonamientos rigurosos.
De tal modo, aunque por otra vía y
con otra intención, Magariños se acerca a la crítica que Verón hace a la
semiología de origen saussuriano-estructuralista en relación a su concepción inmanentista: éste ve en ella el
obstáculo para la comprensión del salto que lleva hacia la producción,
distribución y recepción de los discursos sociales, aquél que impide la
integración de las consideraciones sobre los signos con los esquemas dinámicos
que los hombres desarrollan para la comprensión-organización de lo real.
Se trata, por cierto, de un debate abierto y que naturalmente alberga
diferentes perspectivas. En este caso el objetivo obliga a centrarse sobre un
pequeño aspecto particular de ese universo polémico: el origen del término semiología
y su despliegue a través de la obra propiamente semiológica de Roland Barthes.
El término semiología es un neologismo acuñado por Ferdinand de Saussure
en su clásico Curso de lingüística
general, volumen editado en 1916, tres años con posterioridad a la muerte
de su autor, por sus alumnos y discípulos Charles Bally y Albert Sechehaye, y
traducido y publicado en su versión castellana por Amado Alonso para la
editorial Losada en 1945. En su capítulo III, “Objeto de la lingüística”,
parágrafo 3: “Lugar de la lengua en los hechos humanos. La semiología”,
Saussure define (de acuerdo a la traducción del mencionado filólogo español
Alonso):
Estos caracteres nos hacen descubrir otro más
importante. La lengua, deslindada así del conjunto de los hechos del lenguaje,
es clasificable entre los hechos humanos, mientras que el lenguaje no lo es.
Acabamos de ver que la lengua es una
institución social, pero se diferencia por muchos rasgos de las otras
instituciones políticas, jurídicas, etc. Para comprender su naturaleza peculiar
hay que hacer intervenir un nuevo orden de hechos.
La lengua es un sistema de signos que expresan
ideas, y por eso comparable a la escritura, al alfabeto de los sordomudos, a
los ritos simbólicos, a las formas de cortesía, a las señales militares, etc., etc.
Sólo que es el más importante de todos esos sistemas.
Y continúa su exposición:
Se puede, pues, concebir una ciencia que estudie la vida de los signos en el seno de la vida
social. Tal ciencia sería parte de la psicología social, y por consiguiente
de la psicología general. Nosotros la llamaremos semiología (del griego semeion ‘signo’). Ella nos enseñará en
qué consisten los signos y cuáles son las leyes que los gobiernan. Puesto que
todavía no existe, no se puede decir lo que ella será, pero tiene derecho a la
existencia y su lugar está determinado de antemano. La lingüística no es más
que una parte de esta ciencia general. Las leyes que la semiología descubra
serán aplicables a la lingüística, y así es cómo la lingüística se encontrará
ligada a un dominio bien definido en el conjunto de los hechos humanos.
Al psicólogo toca determinar el puesto exacto
de la semiología; tarea del lingüista es definir qué es lo que hace de la
lengua un sistema especial en el conjunto de los hechos semiológicos. Más
adelante volveremos sobre la cuestión; aquí sólo nos fijamos en esto: si por
vez primera hemos podido asignar a la lingüística un puesto entre las ciencias
es por haberla incluido en la semiología.
Se pregunta el texto a
continuación:
¿Por qué la semiología no es reconocida como
ciencia autónoma, ya que tiene como las demás su objeto propio? Es porque
giramos dentro de un círculo vicioso: de un lado, nada más adecuado que la
lengua para hacer comprender la naturaleza del problema semiológico; pero, para
plantearlo convenientemente, se tendría que estudiar la lengua en sí misma; y
el caso es que, hasta ahora, casi siempre se la ha encarado en función de otra
cosa, desde otros puntos de vista.
Y explica:
Tenemos, en primer lugar, la concepción
superficial del gran público, que no ve en la lengua más que una nomenclatura,
lo cual suprime toda investigación sobre su naturaleza verdadera. Luego viene
el punto de vista del psicólogo, que estudia el mecanismo del signo en el
individuo. Es el método más fácil, pero no lleva más allá de la ejecución
individual, sin alcanzar el signo, que es social por naturaleza.
O, por último, cuando algunos se dan cuenta de
que el signo debe estudiarse socialmente, no retienen más que los rasgos de la
lengua que ligan a otras instituciones, aquellos que dependen más o menos de
nuestra voluntad; y así es como se pasa tangencialmente a la meta, desdeñando
los caracteres que no pertenecen más que a los sistemas semiológicos en general
y a la lengua en particular. Pues el signo es ajeno siempre en cierta medida a
la voluntad individual o social, y en eso está su carácter esencial, aunque sea
el que menos evidente se haga a primera vista.
Así, ese carácter no aparece claramente más que
en la lengua, pero también se manifiesta en las cosas menos estudiadas, y de
rechazo se suele pasar por alto la necesidad o la utilidad particular de una
ciencia semiológica. Para nosotros, por el contrario, el problema lingüístico
es primordialmente semiológico, y en este hecho importante cobran significación
nuestros razonamientos. Si se quiere descubrir la verdadera naturaleza de la
lengua, hay que empezar por considerarla en lo que tiene de común con todos los
otros sistemas del mismo orden; factores lingüísticos que a primera vista
aparecen como muy importantes (por ejemplo, el juego del aparato fonador) no se
deben considerar más que de segundo orden si no sirven más que para distinguir
a la lengua de los otros sistemas. Con eso no solamente se esclarecerá el
problema lingüístico, sino que, al considerar los ritos, las costumbres, etc.,
como signos, estos hechos aparecerán a otra luz, y se sentirá la necesidad de
agruparlos en la semiología y de explicarlos por las leyes de esta ciencia.
De igual modo, en el parágrafo primero -“La lengua; su definición”- de
ese mismo capítulo, Saussure, para cimentar su distinción entre el habla y la
lengua y enfrentar las hipótesis que desde siempre han intentado estudiar al
quehacer lingüístico en los términos de “una facultad que nos da la
naturaleza”, desarrolla una perspectiva que apunta en el mismo sentido que los
fragmentos anteriores. Dice:
…no está probado que la función del lenguaje,
tal como se manifiesta cuando hablamos, sea enteramente natural, es decir, que
nuestro aparato vocal esté hecho para hablar como nuestras piernas para andar.
Los lingüistas están lejos de ponerse de acuerdo sobre esto. Así, para Whitney,
que equipara a la lengua a una institución social con el mismo título que todas
las otras, el que nos sirvamos del aparato vocal como instrumento de la lengua
es cosa del azar, por simples razones de comodidad: lo mismo podrían los
hombres elegir el gesto y emplear imágenes visuales en lugar de las imágenes
acústicas. Sin duda, esta tesis es demasiado absoluta; la lengua no es una
institución social semejante punto por punto a las otras; además, Whitney va
demasiado lejos cuando dice que nuestra
elección ha caído por azar en los órganos de la voz; de cierta manera, ya nos
estaban impuestos por la naturaleza. Pero, en el punto esencial, el lingüista americano
parece tener razón: la lengua es una convención y la naturaleza del signo que
se conviene es indiferente. La cuestión del aparato vocal es, pues, secundaria
en el problema del lenguaje.
Cierta definición de lo que se llama lenguaje articulado podría confirmar
esta idea. Este latín articulus
significa ‘miembro, parte, subdivisión en una serie de cosas’; en el lenguaje,
la articulación puede designar o bien la subdivisión de la cadena hablada en
sílabas, o bien la subdivisión de la cadena de significaciones en unidades
significativas; este sentido es el que los alemanes dan a su geglierderte Sprache. Ateniéndonos a
esta segunda definición, se podría decir que no es el lenguaje hablado el
natural al hombre, sino la facultad de constituir una lengua, es decir, un
sistema de signos distintos que corresponden a ideas distintas.
Broca ha descubierto que la facultad de hablar
está localizada en la tercera circunvolución frontal izquierda: también sobre
esto se han apoyado algunos para atribuir carácter natural al lenguaje. Pero
esa localización se ha comprobado para todo lo que se refiere al lenguaje,
incluso la escritura, y esas comprobaciones, añadidas a las observaciones
hechas sobre las diversas formas de la afasia por lesión de tales centros de
localización, parecen indicar: 1°, que las diversas perturbaciones del lenguaje
oral están enredadas de mil maneras con el lenguaje escrito; 2°, que en todos
los casos de afasia o de agrafia lo lesionado es menos la facultad de proferir
tales o cuales sonidos o de trazar tales o cuales signos, que la de evocar por
un instrumento, cualquiera que sea, los signos de un mensaje regular. Todo nos
lleva a creer que por debajo del funcionamiento de los diversos órganos existe
una facultad más general, la que gobierna los signos: ésta sería la facultad
lingüística por excelencia. Y por aquí llegamos a la misma conclusión arriba
indicada.
Para atribuir a la lengua el primer lugar en el
estudio del lenguaje, se puede finalmente hacer valer el argumento de que la
facultad -natural o no- de articular palabras no se ejerce más que con la ayuda
del instrumento creado y suministrado
por la colectividad; no es, pues, quimérico decir que es la lengua la
que hace la unidad del lenguaje.
De las extensas y fundantes citas anteriores se puede sacar una serie de
conclusiones que serán trascendentales para la fundación y fortalecimiento de
la disciplina semiológica, al menos en una de sus corrientes principales.
En relación a ese eje insinuado por Saussure giraron buena parte de las
propuestas semiológicas que comenzaron a desarrollarse hacia los años sesenta
en la Europa
continental, alrededor -digamos para resumir- del despliegue onto-metodológico
que el estructuralismo trajo consigo. En esta acción de desplegar los
fundamentos disciplinarios las principales figuras que tomaron para sí la tarea
abrevaron no únicamente en las fuentes de la lingüística. Dentro del marco
lingüístico ampliaron el foco cerrado que proporcionaba el Curso saussureano hacia la renovación que Émile Benveniste y el
concepto de discurso trajeron consigo. Más allá supieron sacar buen provecho de
la antropología de Claude Lévi-Strauss (Bruselas, 1908) y la influencia del
llamado “neomarxismo”, que tiene en su centro la influencia del filósofo galo
Louis Althusser (Birmandreis, 1918-París, 1990) y fértiles derivaciones para retomar la noción
de ideología.
Para entender la importancia de la obra de Benveniste basta citar su
siempre citado artículo “Semiología de la lengua” (en Problemas de lingüística general I,
México, Siglo XXI, 1985). En el capítulo se puede leer:
Desde
que aquellos dos genios antitéticos que fueron Peirce y Saussure concibieron,
desconociéndose por completo y más o menos al mismo tiempo, la posibilidad de
una ciencia de los signos, y laboraron para instaurarla, surgió un gran
problema que aun no ha recibido forma precisa y ni siquiera ha sido planteado
con claridad, en la confusión que reina en este campo: ¿cuál es el puesto de la
lengua entre los sistemas de signos?(…) Por lo que concierne a la lengua,
Peirce no formula nada preciso ni específico. Para él la lengua está en todas
partes y en ninguna. (…) Saussure se presenta, de plano, tanto en la metodología
como en la práctica, en el polo opuesto de Peirce.
La pregunta central que organiza el análisis de Benveniste, pues, es
precisamente aquella que refiere a la relación de la lingüística y la
semiología. De acuerdo con Benveniste, la clave
epistemológica que aporta Saussure y escamotea el “desorden” peirciano es la
noción de sistema:
Para
Saussure, a diferencia de Peirce, el signo es ante todo una noción lingüística,
que más ampliamente se extiende a ciertos hechos humanos y sociales. A eso
circunscribe su dominio. Pero este dominio comprende, a más de la lengua,
sistemas homólogos al de ella.
Con esta certidumbre que posibilita su captura, a continuación Benveniste revisa y clasifica
los modos de articulación que tienen los diversos sistemas de signos. Indica
puntualmente dos: uno que denomina semiótico
y otro semántico.
El primero tiene que ver con la capacidad de construir unidades que
reúnan los planos de la expresión y del contenido (significante/significado) de
una manera correcta y familiar para quienes comparten un vínculo comunicativo y
el buen uso de las normas que posibilitan y limitan sus relaciones. Es decir
que desde el punto de vista semiótico lo único que se puede decir sobre la
frase /La pared es blanca/ es que está constituida por un conjunto de signos
correctamente formados y reconocibles por cualquier hablante de la lengua, que
sus relaciones son posibles y habituales dentro de las posibilidades de la
gramática (algo que no hubiera ocurrido con la construcción */pared la es
blanca/). El nivel de la significación que Benveniste llama semiótico está ligado a la capacidad de reconocimiento de las unidades.
El nivel semántico opera en el sentido contrario. O sea que no va desde
las pequeñas unidades hacia aquellas mayores que permiten construir, sino que
siguen el camino inverso: del todo a la parte. Son, desde esta perspectiva, las
porciones de significación mayores las que subordinan y orientan semánticamente
a las más chicas. Éste es el plano del discurso,
no del signo, y está ligado a la capacidad de la comprensión. Aquí se abre el juego hacia el contexto o referente y
hacia los actores involucrados en el acto comunicativo, es decir el universo de
la enunciación. Así, la frase /La pared es blanca/ supone acciones diferentes
según si es emitida por el vendedor de una casa de muebles que aconseja con
tono amable sobre el color del tapizado del sofá que se quiere comprar o si es emitida
con voz severa y amenazante por el docente dentro de un aula donde algunos
estudiantes juegan imprudentemente lanzándose sus marcadores de colores; en ese
misma aula la misma oración tendrá también valor diferente si es pronunciada
por el profesor a cargo o por otro alumno en virtud de los diferentes roles
institucionales que ocupan uno y otro, etcétera.
Benveniste afirma que algunos sistemas de signos sólo tienen el nivel de
significancia semiótico (como ocurre con las luces del semáforo o las sirenas
de ambulancias, patrulleros y camiones de bomberos), mientras que otros sólo
tienen el nivel de significancia semántico (las obras de arte: una pintura, una
sinfonía). La lengua es el único sistema de signos que posee los dos y ésa es
su cualidad distintiva y la que le da a la lengua un fundamento social
diferente.
La lengua, en consecuencia y de acuerdo con la visión de Benveniste y
sus fundamentos, se encuentra en el centro de la cultura humana; de hecho, el
conjunto de la cultura gira en torno al eje que la lengua establece. Así, la
lengua somete al conjunto de la cultura a un modelado semiologizante, dice Benveniste. Cuando se piensa en las
relaciones posibles entre sistemas de signos, Benveniste subraya que la lengua
posee la capacidad de la interpretancia,
es decir que si se trata de analizar, estudiar o simplemente aclarar el
funcionamiento de un sistema sígnico cualquiera se deberá obligadamente decir o
escribir algo sobre él, no hay otra posibilidad que recurrir a la lengua para
describir la naturaleza o referirse al funcionamiento de cualquier sistema de
signos. De tal manera la lengua debe ser vista como una estructura
estructurante, una suerte de rey Midas que convierte en estructura todo aquello
que toca. Dicho de otra manera, todo sistema de signos se constituye como tal
(o sea: como sistema) a imagen y semejanza del sistema de la lengua. Benveniste
aclara así y extrema las consideraciones que en Saussure apenas habían sido
apuntadas. Es decir que:
La
tercera relación entre sistemas semióticos será denominada relación de
interpretancia. Designamos así la que instituimos entre un sistema
interpretante y uno interpretado. (…) Se puede así introducir y justificar el
principio de que la lengua es el interpretante de todos los sistemas
semióticos. (…) Se ve aquí cómo la relación semiológica se distingue de toda
otra y en particular de la relación sociológica. (…) (El sociólogo) decidirá
pues que la sociedad es el todo, y la lengua la parte. Pero la consideración
semiológica invierte esta relación, ya que sólo la lengua permite la sociedad.
(…) Podrá decirse entonces que es la lengua la que contiene la sociedad.
La cultura, pues, no está constituida por un conjunto de sistemas de
signos que guardan entre si una especie de relación igualitaria o “democrática”
que determina que todos valen más o
menos lo mismo. No. Por el contrario la lengua es el sistema superior,
hegemónico, subordinante, alrededor del cual orbitan como satélites más o menos
cercanos el conjunto de los sistemas de signos. Estas ideas de Benveniste
tendrán una influencia determinante en el Roland Barthes de los Elementos de semiología.
Benveniste resulta, en consecuencia, la figura mayor que posibilita ver
el recorrido que va desde el Curso de
lingüística general hasta la cimentación de una lingüística estructural
moderna y ambiciosa que, como no podía ser de otra manera, se constituye como
crítica superadora del maestro. Benveniste, sobre el final del artículo
mencionado, enfatiza la necesidad de elaborar una “lingüística de segunda
generación”. La primera, la de Saussure, ya había dado todo lo que tenía para
dar; su piedra fundante, el signo, que alguna vez había servido para constituir
a la lingüística como ciencia, explica Benveniste, ahora se convierte en un
obstáculo que debe ser superado desplazando el interés hacia la noción de
discurso y colocando el foco de estudio en el aparato formal de la enunciación.
Así concluye, en consecuencia, “la “Semiología de la lengua”:
La
semiología de la lengua ha sido atascada, paradójicamente, por el instrumento
mismo que lo creó: el signo. No podía apartarse la idea de signo lingüístico
sin suprimir el carácter más importante de la lengua; tampoco se podía
extenderla al discurso entero sin contradecir la definición como unidad mínima.
En
conclusión, hay que superar la noción saussuriana del signo como principio
único, del que dependerían a la vez la estructura y el funcionamiento de la
lengua. Dicha superación se logrará por dos caminos:
En el
análisis intralingüístico, abriendo una nueva dimensión de significancia, la
del discurso, que llamamos semántica, en adelante distinta de la que está
ligada al signo, y que será semiótica en el análisis translingüístico de los
textos, de las obras, merced a la elaboración de una metasemántica que será
construida sobre la semántica de la enunciación.
Será
una semiología de “segunda generación”, cuyos instrumentos y método podrán
concurrir asimismo al desenvolvimiento de las otras ramas de la semiología
general.
Se mencionó con anterioridad que, por fuera de los límites de la
lingüística, la incipiente semiología europea mostró una particular inclinación
multidisciplinaria. Así Roland Barthes escribió en el comienzo del apartado
“Perspectivas semiológicas” de Elementos
de semiología (en Barthes, R., Tzvetan Todorov y otros, La
semiología, Buenos Aires, Tiempo Contemporáneo, 1970, pp. 15-70):
El alcance sociológico del concepto Lengua/Habla es evidente. Se ha señalado
desde hace ya tiempo la afinidad manifiesta entre la
Lengua saussuriana y la concepción
durkheimiana de la conciencia colectiva independiente de sus manifestaciones
individuales; se llegó incluso a postular una influencia directa de Durkheim
sobre Saussure; al parecer, Saussure habría seguido de cerca el debate entre
Durkheim y Tarde; sun concepción de la Lengua
vendría de Durkheim y su concepción de Habla seríua una suerte de concesión a
las ideas de Tarde de lo individual. Esta hipótesis perdió actualidad porque la
lingüística lo que más desarrollo, en lo referente al concepto de la lengua
saussuriana, es el aspecto de “sistema de valores”.
(…) Paradójicamente, el mejor desarrollo de la
noción Lengua/Habla no se da pues del
lado de la sociología, sino del de la filosofía, con Merlau-Ponty, uno de los
primeros filósofos franceses en haberse interesado por Saussure. Por un lado
retomó la distinción saussuriana bajo la forma de una oposición entre habla hablante (intención significativa
en estado naciente) y habla hablada
(“fortuna adquirida” por la lengua, que recuerda el “tesoro” de Saussure), y
por otro, ensanchó los límites de la noción al postular que todo proceso supone
un sistema. Se elaboró así una oposición ya clásica entre acontecimiento y estructura,
cuya fecundidad es bien conocida en Historia.
Sabemos también que la noción saussuriana tuvo
un gran desarrollo del lado de la antropología; la referencia a Saussure es
demasiado explícita en toda la obra de C. Lévi-Staruss, como para que sea
necesario insistir en ello; recordaremos solamente que la oposición entre
proceso y sistema (entre Habla y Lengua) se encuentra concretamente en el paso
de la comunidad de las mujeres a las estructuras de parentesco; que para
Lévi-Strauss la oposición tiene un valor epistemológico (…).
(…) y finalmente, que el carácter inconsciente
de la lengua en quienes extraen de ella su habla, postulado explícitamente por
Saussure, vuelve a aparecer en una de las posiciones más originales y fecundas
de C. Lévi-Strauss: lo inconsciente no son los contenidos (crítica de los
arquetipos de Jung), sino las formas, es decir, la función simbólica: idea
cercana a la de Lacan, para quien hasta el deseo está articulado como un
sistema de significantes.
Sociología, filosofía, antropología, psicología… Al revés de la idea
central de Saussure, que consistía en “cerrar” a través de esta contraposición
a la lingüística como ciencia, permitiendo un claro recorte del objeto de
estudio y un deslinde igualmente claro de las “ciencias conexas”, lengua y
habla se convierten en la semiología que Barthes planea, antes y después de
Saussure, en una vehículo para lanzar el quehacer semiológico hacia una
práctica interdisciplinaria que se nutre del conjunto de las ciencias sociales
en proceso de revisión y transformación profunda (basta para fundamentar lo
dicho observar la contundencia de los apellidos que Barthes cita).
De cualquier modo tal afán multidisciplinario se nutrió, centralmente, o
al menos en relación a los aspectos que aquí se buscan destacar, de su
acercamiento a la antropología estructuralista y el marxismo “althusseriano”.
En rigor la figura de Althusser sirve aquí como señalamiento general en virtud
del fuerte ascendiente epocal que tuvieron algunas de sus obras y conceptos
-como Para leer El Capital y la
noción de aparatos ideológicos de Estado-
, puesto que no únicamente se ciñen a este autor. Hecha la salvedad copiamos un
fragmento con que Umberto Eco cierra una de sus artículos más conocidos que
dedicó al análisis del discurso publicitario desde un ángulo
semiológico-estructuralista. Escribió Eco:
Estas
conclusiones podrían hacer dudar de la eficacia del razonamiento publicitario.
Podría objetarse que unas comunicaciones publicitarias funcionan mejor que
otras, pero es lícito preguntarse qué papel juega la argumentación persuasiva y
qué papel juegan otros factores extracomunicativos que escapan al análisis de
quien quiera examinar solamente la eficacia del mensaje. En otras palabras, ¿se
desean unas cosas porque la comunicación nos h persuadido o bien ésta nos ha
persuadido porque ya lo deseábamos antes? El hecho de que nos convenza con
argumentos conocidos nos hace inclinar por la segunda hipótesis.
La
hipótesis previa que planteábamos en nuestra propuesta de investigación era que
la comunicación publicitaria probablemente se vale de soluciones codificadas,
al echar mano con tanta frecuencia de soluciones adquiridas. En tal caso, el
panorama retórico de la publicidad serviría para definir, sin ninguna
posibilidad de escape, la extensión dentro de la cual el publicitario que se
hace la ilusión de inventar nuevas formas expresivas, de hecho es hablado por
su propio lenguaje.
En
este caso, la función moral de la investigación semiótica consistiría en
reducir las ilusiones “revolucionarias” del publicitario idealista, quien
siempre encuentra una excusa estética en su trabajo de “persuadir dirigido”, en
la convicción de estar trabajando para modificar los sistemas perceptivos, del
gusto, de las expectativas del público, de quien de hecho está sometiendo a un
proceso continuo de degradación de la inteligencia y de la imaginación. Quizá
sería conveniente darse cuenta de que la publicidad no tiene ningún valor
informativo. Aunque sus límites no están en la posibilidad de un razonamiento
persuasivo (cuyos mecanismos permiten aventuras mucho más nutritivas) sino en
las condiciones económicas que regulan la existencia del mensaje publicitario.
(Umberto
Eco, “Algunas comprobaciones: el mensaje publicitario”, en La estructura
ausente. Introducción a la semiótica, Barcelona, Lumen, 1974.)
Como puede notarse Eco define una cierta función moral de la investigación semiótica y coloca a la
disciplina de cara en la “defensa” de un público sometido por la publicidad a un proceso continuo de degradación de la inteligencia y
de la imaginación. De seguro bajo el signo de un
convulsionado contexto social, en el contacto con el resto de las ciencias
sociales la semiología pierde la asepsia descriptiva esperable para la ciencia
de la lingüística y prefiere imaginarse a sí misma cumpliendo un papel decidido
de intervención política. Busca de tal modo orientarse, con armas renovadas,
como una crítica cultural o crítica de la
ideología (dominante).
Siguiendo un camino similar escribió Roland Barthes en el “Prólogo a la
primera edición” (1957) de sus Mitologías:
Estos textos fueron escritos mensualmente
durante dos años, de 1954 a
1956, al calor de la actualidad: Yo intentaba entonces reflexionar regularmente
sobre algunos mitos de la vida cotidiana francesa. (…) sufría al ver
confundidas constantemente naturaleza e historia en el relato de nuestra
actualidad y quería poner de manifiesto el abuso ideológico que, en mi sentir,
se encuentra oculto…
(…) Y lo que he buscado en todo esto son
significaciones. ¿Son mis
significaciones? Dicho de otra manera, ¿existe una mitología del mitólogo? Sin
duda, y el lector verá claramente cuál es mi apuesta. Pero, en realidad, no
creo que el problema se plantee exactamente de esta manera. La
“desmitificación”, para emplear todavía una palabra que empieza a gastarse, no
es una operación olímpica. Quiero decir que no puedo plegarme a la creencia
tradicional que postula un divorcio entre la naturaleza de la objetividad del
sabio y la subjetividad del escritor, como si uno estuviera dotado de
“libertad” y el otro de “vocación”, ambas adecuadas para escamotear o para
sublimar los límites reales de su situación; reclamo vivir plenamente la
contradicción de mi tiempo, que puede hacer de un sarcasmo la condición de la
verdad.
(Roland Barthes, Mitologías, México, Siglo XXI, 1980)
Como puede advertirse, Barthes adelanta casi exactamente parte de las
preocupaciones de Eco. De acuerdo a su prefacio el malestar del analista es
contra el abuso ideológico; eso, por una lado; por el otro postula que el
investigador debe asumir que trabaja desde una cierta perspectiva valorativa y
no jugar, como suele hacerse habitualmente, a esconder métodos y nociones
detrás de pretendidas neutralidades-. Como ha repetido en diversos artículos y
libros alrededor de la función del crítico y la crítica, para Barthes de lo que
se trata es de “mostrar la apuesta”, es decir que el imperativo ético del
analista es el que lo lleva a declarar frente a sus lectores desde dónde ejerce la función de la
crítica y no escamotear su fatal posicionamiento detrás de excusas de algún
tipo.
El sociólogo argentino Mario Margulis (“Ideología, fetichismo de la
mercancía y reificación”, en Sociedad,
n. 25, Universidad de Buenos Aires, Facultad de Ciencias Sociales, primavera de
2006, pp. 49-84, recogido con igual título en Sociología de la cultura. Conceptos y problemas, Buenos Aires,
Biblos, “Pensamiento social”, 2009) conjetura que uno de los antecedentes y fuente
de los ensayos de Mitologías se
encuentra en la noción de fetichismo de
la mercancía, elaborada por Karl Marx para el capítulo inicial de su obra
cumbre, El Capital. De acuerdo con Margulis:
El eje de ese proceso reside en la mercancía y
en su representante y máximo fetiche: el dinero. La base de la ilusión radica
en el doble carácter de la mercancía: valor de uso/valor de cambio, que es
homólogo a los pares cualidad/cantidad y concreto/abstracto. En el interjuego
de esta doble condición y en el predominio de lo cuantitativo y abstracto por
sobre lo cualitativo y concreto se apoyan los imaginarios que impregnan la
cultura del capitalismo: predominan los rasgos abstractos sobre los concretos,
la cantidad sobre la cualidad; con el desarrollo del sistema capitalista, todo
tiende a convertirse en mercancía y adquiere presencia dominante en la vida
social el aspecto dinero, el valor monetario. Con ello se ataca la diferencia,
impera una cualidad abstracta. (…)
Este milagro social opera sobre las
significaciones, sobre la cultura. En la sociedad capitalista, el poder del
mundo del dinero (mercados, capital financiero) tiende a que todo se vuelva
mercancía, pasando a predominar el valor de cambio por sobre el valor de uso,
la cantidad sobre la calidad. Transformarse en mercancía involucra un proceso
de empobrecimiento de los significados; los bienes se igualan en tanto que -en
la lógica del mercado, cada vez más abarcativa- dejan de apreciarse las
diferencias. No es que las diferencias dejen de existir, sino que en el juego
de las mercancías pasan a segundo plano. La mercancía es un significante
ambiguo y de su análisis emerge una historia anterior, la de los valores de uso
y de trabajos humanos diferentes: esta historia precedente queda postergada y
pierde visibilidad social como consecuencia de los juegos significativos que
genera el desarrollo mercantil.
Y comenta Margulis en una nota al pie:
Roland Barthes, en su célebre Mitologías, particularmente en el
capítulo II, “Le mythe ajourd’hui” (“El mito hoy”), tiene en cuenta los
análisis realizados por Marx en “El fetichismo de la mercancía y su secreto”.
Su afirmación parece ser acertada. Pero en la sección de Mitologías que señala Margulis también
puede leerse definiciones como las que siguen:
…el mito constituye un sistema de comunicación,
un mensaje. Esto indica que el mito no podría ser un objeto, un concepto o una
idea; se trata de un modo de significación, de una forma.
(…) si el mito es un habla, todo lo que
justifique un discurso puede ser mito. El mito no se define por el objeto de su
mensaje sino por la forma en que se lo profiere: sus límites son formales, no
sustanciales. ¿Entonces, todo puede ser un mito? Sí, yo creo que sí., porque el
universo es infinitamente sugestivo. Cada objeto del mundo puede pasar de una
existencia cerrada, muda, a un estado oral, abierto a la apropiación de la
sociedad…
(…) en adelante entenderemos por lenguaje,
discurso, habla, etc., toda unidad o toda síntesis significativa, sea verbal o
visual; para nosotros una fotografía será un habla de la misma manera que un
artículo de periódico. (…) Esto no significa que debamos tratar al habla mítica
como si fuera la lengua: en realidad, el mito pertenece a una ciencia general
que incluye a la lingüística: la semiología.
(…) En el mito reencontraremos el esquema
tridimensional al que acabo de referirme: el significado, el significante y el
signo. Pero el mito es un sistema particular por cuanto se edifica a partir de
una cadena semiológica que existe previamente: es un sistema semiológico
segundo. (…) existen en el mito dos sistemas semiológicos de los cuales uno
está desencajado respecto del otro: un sistema lingüístico, la lengua (o los
modos de representación que le son asimilados), que llamaré lenguaje objeto, porque es el lenguaje
del que el mito se toma para construir su propio sistema; y el mito mismo, que
llamaré metalenguaje porque es una
segunda lengua en la cual se habla de
la primera.
Es decir que, en definitiva, el intento de Barthes consiste en una
suerte de relanzamiento del concepto de ideología asimilado a la forma de un
lenguaje. Esa asimilación es la que retoma a Saussure y a Benveniste, y posibilita
“traducir” el repertorio metodológico desde su tratamiento en el campo de la
lingüística para afinar así su desmontaje y el análisis más fino -de acuerdo
con el supuesto de que se trata de una labor que el marxismo “clásico”,
sumergido hasta el cuello en las aguas de la práctica revolucionaria y el
quehacer político más coyuntural, no ha podido, querido o sabido desarrollar-
de sus formas y operaciones.
De tal manera la semiología barthesiana se ofrece como un amasijo de
tradición y novedad, de ciencia y política, de doble discurso de la
argumentación demostrativa y el ensayo de “denuncia”. Se trata, en síntesis, de
“un primer desmonte semiológico de ese lenguaje (el de la ideología)”, según
Barthes lo declara en el “Prólogo a la edición de 1970” de Mitologías.
Allí escribió:
Aquí se podrán encontrar dos decisiones: por
una parte una crítica ideológica dirigida al lenguaje de la llamada cultura de
masa; por otra, un primer desmonte semiológico de ese lenguaje. Acababa de leer
a Saussure y, a partir de él, tuve la convicción de que si se consideraban las
“representaciones colectivas” como sistemas de signos, podríamos alentar la
esperanza de salir de la denuncia piadosa y dar cuenta en detalle (la bastardilla es del propio Barthes) de la
mistificación que transforma la cultura pequeño-burguesa en naturaleza
universal.
A esa convicción que se encuentra en el espíritu original que alienta
sus ensayos Barthes agrega, bajo la advocación de los sucesos de mayo de 1968:
(…) la crítica ideológica se ha sutilizado o,
al menos, requiere de sutilezas, al mismo tiempo que resurge brutalmente la
exigencia de su utilización (…); y el análisis semiológico, inaugurado, al
menos en lo que me concierne, por el texto final de Mitologías, se ha desarrollado,
precisado, complicado, dividido; se ha transformado en un lugar teórico donde puede desarrollarse, en
este siglo y en nuestro Occidente, cierta liberación del significante.
Y cierra:
(…) lo que permanece además del enemigo capital
(la Norma
burguesa), es la necesaria conjunción de esos dos gestos: ni denuncia sin su
instrumento fino de análisis, ni semiología que no se asuma finalmente, como
una semioclastia.
Se trata, evidentemente, de una declaración de principios o preámbulo-guía
de un programa de investigación que, de manera curiosa, se continúa hasta hoy
con una poderosa si bien ecléctica y multiforme descendencia al tiempo que el
mismo Barthes, a poco andar, se fue apartando de ella (mucho o poco es materia
de discusión).
Coloquemos como epílogo del punto un fragmento de aquella conferencia
que Barthes pronunció en Italia y que en 1974 publicara originalmente el diario francés Le Monde:
(…) esta esperanza: suministrar por fin a la
denuncia de los mitos pequeñoburgueses a los que nunca se hacía sino, por así
decirlo, denunciar sobre la marcha, el medio para desarrollarse
científicamente. Este medio era la semiología o análisis concreto de los
procesos de sentido gracias a los cuales la burguesía convierte su cultura
histórica de clase en cultura universal. La semiología se me apareció entonces,
por su porvenir, su programa y sus tareas, como el método fundamental de la
crítica ideológica. Expresé ese deslumbramiento y esa esperanza en el postfacio
de Mitologías, texto que quizás haya
envejecido científicamente, pero que es un texto eufórico, porque infundía
seguridad al compromiso intelectual, proporcionándole un instrumento de
análisis, y responsabilizaba el estudio del sentido asignándole un carácter
político.
La semiología ha evolucionado desde 1956, su
historia se ha enajenado en cierta
medida, pero sigo convencido de que toda crítica ideológica, si quiere escapar
a la pura reafirmación de su necesidad, no puede ser más que semiológica.
(Roland Barthes, “La aventura semiológica”, en La aventura semiológica, Barcelona,
Paidós, 1993.)
Es posible, si se sigue con atención la lectura de sus conocidos Elementos de semiología, advertir esa
tensión constitutiva de la semiología que, para Barthes, se abre, no siempre de
manera cooperativa, entre la preeminencia de los conceptos y la metodología de
la lingüística saussureana-estructuralista y la orientación hacia la
sociología, la teoría de los ideologías, la psicología y la antropología que
antes se describió con trazo grueso.
En la “Introducción” del texto mencionado está escrito:
Como la semiología no ha sido aún edificada, es
comprensible que no exista ningún manual acerca de este método de análisis; más
aún: en razón de su carácter extensivo (puesto que será la ciencia de todos los
sistemas de signos), la semiología no podrá ser tratada didácticamente hasta
que esos sistemas no hayan sido reconstituidos empíricamente. Sin embargo, para
desarrollar paso a paso este trabajo, es necesario disponer de un cierto saber.
Círculo vicioso del cual hay que salir mediante una información preparatoria a
la vez tímida y temeraria: tímida porque el saber semiológico no puede ser
actualmente más que una copia de un saber lingüístico; temeraria porque este
saber ya debe aplicarse, al menos como proyecto, a objetos no lingüísticos.
(Roland Barthes, “Elementos de semiología”, en
Barthes, R., Tzvetan Todorov y otros, La
semiología, Buenos Aires, Tiempo Contemporáneo, 1970.)
Queda clara la precariedad de la “ciencia” que Barthes insiste en
fundar. En primer lugar porque la en el inicio califica a la semiología como
“método de análisis”, el cual necesariamente traza un límite mucho menos
ambicioso desde el punto de vista que supone el desarrollo de una disciplina
completa. En segundo lugar, porque no hay mínima claridad sobre sus objetos de
estudio. En tercer lugar, y como resultado de las anteriores certidumbres,
porque la semiología se ve fatalmente destinada a crecer alimentándose
parasitariamente de la lingüística sin la certeza de que alguna vez llegará a
tener vida propia.
A continuación sigue la argumentación barthesiana:
Los Elementos
que aquí se presentan no tienen otra finalidad que la de desentrañar de la
lingüística conceptos analíticos considerados a priori suficientemente
generales como para poder iniciar la investigación semiológica. Al reunirlos,
no se prejuzga si se mantendrán intactos a lo largo de la investigación, ni si
la semiología deberá seguir siempre de cerca al modelo lingüístico. Nos
contentamos con proponer y aclarar una terminología, esperando que permita
introducir un orden inicial (aun cuando sea provisorio) en la masa heteróclita
de los hechos significantes: en suma, se trata aquí de un principio de
clasificación de los problemas.
La tensión, entonces, es entre la maldición epistemológica que supone
que el desarrollo de todo saber riguroso necesita un ordenamiento
teórico-metodológico más o menos preciso (y allí aparece la lingüística
proveyendo los pulidos conceptos de signo y sistema como principios de
ordenamiento) y el mundo que desafía el proyecto del saber con su multiformidad
y la pesada especificidad de sus materiales.
Ahora bien, cuando siguiendo esta declaración de principios Barthes
ordena el conjunto del ensayo sobre la base de cuatro dicotomías de obligada
inspiración saussureana (lengua/habla, significado/significante,
sintagma/sistema, denotación/connotación) la balanza parece inclinarse para el
lado de la lingüística: la contundencia en tanto “origen” de los pares de
conceptos complementarios/opuestos anuncia mucho más que una vaga heurística
general.
De alguna manera una tirantez similar puede observarse entre la “primera
parte” de las Mitologías, es decir el
conjunto de breves ensayos escritos originalmente para medios periodísticos, y
la segunda parte del libro, “El mito hoy”, escrita con posterioridad y que
supuestamente ofrece una reflexión “teórica” sobre los supuestos de nociones y
método que han guiado los análisis concretos, pero que resulta imposible
encajar punto con punto con los hechos y procesos culturales que, a la hora del
análisis, han sido abordados con una libertad difícil de explicar sobre la base
de un pequeño grupo de conceptos y sus “aplicaciones” sobre la realidad
contemporánea.
Se pueden subrayar aquellas ocasiones en que Barthes piensa la
semiología como sombra de la lingüística, extremando las nociones formales
elaboradas por Saussure a la luz de los aportes de Louis Hjelmslev y la escuela
estructuralista. Por ejemplo, el apartado dedicado a “El significado” dice:
De este
modo llegamos a una definición puramente funcional: el significado es uno de
los dos relata del signo; la única diferencia que lo opone al significante es
que éste es un mediador. En semiología la situación no podría ser esencialmente
distinta, ya que, en la medida en que son significantes, los objetos, las
imágenes, los gestos, etcétera, remiten a algo que no puede ser dicho más que a
través de ellos, con la única salvedad de que el significado semiológico puede
ser asumido por los signos de la lengua. Se dirá por ejemplo que tal sweater
significa los largos paseos de otoño por
los bosques; en este caso, el significado no está solamente mediatizado por
su significante vestimentario (el sweater)
sino también por un fragmento del habla (lo que representa una gran ventaja
para manejarlo).
Y en relación a “La significación”:
Estas imágenes, tanto la de la hoja de papel
como la de las ondas, permiten insistir sobre un hecho fundamental (para la
prosecución de los análisis semiológicos): la lengua es el dominio de las
articulaciones y el sentido es ante todo, segmentación. De este modo la tarea
futura de la semiología no consiste tanto en establecer léxicos de objetos como
en señalar las articulaciones que los hombres realizan sobre lo real. Se dirá
utópicamente que semiología y taxinomia, aunque no hayan nacido todavía, están
quizás destinadas a absorberse algún día en una ciencia nueva, la artrología o
ciencia de las divisiones.
Este “peso del mundo”, por otra parte, puede notarse particularmente en diversas
observaciones que se desparraman a lo largo de los Elementos. Por ejemplo al referirse a la lengua semiológica Barthes
anota:
La extensión semiológica de la extensión Lengua/Habla no deja de plantear algunos
problemas, que coinciden, evidentemente, con los puntos en que el modelo
lingüístico ya no puede ser seguido y debe readaptarse. El primer problema se
refiere al origen del sistema, es decir, a la dialéctica misma de la lengua y
el habla. (…) en la mayoría de los otros sistemas semiológicos, la lengua está
elaborada no por la “masa hablante” sino por un grupo de decisión; en este
sentido puede decirse que en la mayor parte de las lenguas semiológicas el
signo es verdaderamente “arbitrario”, puesto que está fundamentado de una
manera artificial por una decisión unilateral. Se trata en suma de lenguajes
fabricados, de “logo-técnicas”; el usuario sigue estos lenguajes, toma de ellos
mensajes (“hablas”) pero no participa de su elaboración. El grupo de decisión
que se encuentra en la base del sistema (y de sus cambios) puede ser más o
menos reducido; puede ser una tecnocracia altamente calificada (Moda,
Automóvil); puede ser también un grupo más difuso, más anónimo (mobiliario o
confección corrientes).
En el apartado siguiente agrega:
La posible existencia de lenguas sin habla o
con habla muy pobre exige necesariamente revisar la teoría saussuriana según la
cual la lengua no es más que un sistema de diferencias (en cuyo caso, siendo
completamente “negativa” no puede percibirse fuera del habla), y ampliar la
pareja Lengua/Habla mediante el agregado de un tercer elemento,
presignificante, materia o sustancia, que sería soporte (necesario) de la
significación. (…) De este modo habría que reconocer en los sistemas
semiológicos (no lingüísticos) tres planos (y no dos): el plano de la materia,
el de la lengua y el del uso. Esto permite evidentemente dar cuenta de los
sistemas sin “ejecución”, puesto que el primer elemento asegura la materialidad
de la lengua; reordenamiento tanto más plausible cuanto que se explica
genéticamente: si en esos sistemas la “lengua” necesita “materia” (y no ya
“habla”), es porque, a diferencia del lenguaje humano, tienen en general un origen utilitario y no significante.
Vale consignar, finalmente, que esta característica (las determinaciones
de la “realidad”) es directamente observable en relación al concepto de connotación. (de hecho la pareja
denotación/connotación es la única que habita los Elementos de semiología y no proviene literalmente del Curso de lingüística general). Se trata,
en este caso, de un concepto que no proviene de Saussure aunque sí había sido
tomado por la lingüística (Bloomfield, Hjelmslev) y reconoce una tradición muy
anterior. Se trata de un término clave porque, a diferencia de las nociones de
significación, valor y denotación, que son los vehículos que dan cuenta del
sistema que se cierra sobre sí y vive su autonomía e independencia, el de
connotación se mueve en el sentido contrario. Opone, a la fuerza centrípeta de
la estructura una fuerza centrífuga que abre el sistema y lo devuelve a la
cultura de los hombres.
En el pensamiento de los estructuralistas esta acción de apertura no
supone la pérdida del orden alcanzado precisamente porque el conjunto cultural
se organiza a la manera del sistema (Barthes habla de los “sistemas
culturales”, o de los “lenguajes de la cultura”), pero debe admitirse a poco
repasar la utilización de estos términos que en muchos casos se tratan de
extensiones metafóricas antes que conceptos duros y que pueden ser debidamente
probados en todos los casos y no sólo a través de algunos ejemplos parciales e
indicativos (como cuando se habla del “sistema de las nacionalidades” en relación
a los usos convencionales que utiliza la publicidad para resumir las bondades y
cualidades de tal o cual producto).
En diversos trabajos Barthes usa y abusa de la noción de connotación. La riqueza del concepto es
evidente: en primerísimo lugar porque posibilita a la hora del análisis
aprovechar el carácter discontinuo que ofrecen los soportes significantes de
naturaleza no lingüística y convertir así a todas sus porciones y niveles en
vectores de significaciones segundas, o sea en connotadores. Ahora bien, la
utilización barthesiana lleva a fundir el uso del concepto de connotación con
el de ideología, dado que ésta compilaría el conjunto de los “sistemas de
valores” que nutren a una época determinada.
Tal asimilación ha sido doblemente criticada. Por el lado de la
lingüística, especialistas como Catherine Kerbrat-Orecchioni sostienen que se
trata de una asimilación indebida por la sencilla razón que no necesariamente
los valores subjetivos que un cierto trozo de sonoridad o escritura ponga en
juego pueden asociarse con una dimensión “ideológica” (cfr. Catherine
Kerbrat-Orecchioni, La connotación,
Buenos Aires, Hachette, “Universidad”, 1983).
Por otro lado, no son pocos quienes desde la sociología, la filosofía o
el pensamiento marxista han enfatizado que la utilización “ampliada” del
concepto de ideología termina por borrar la dimensión de conflicto e imposición
social que lo nutre originalmente y cuya realidad busca describir.
En una conferencia ya mencionada, que fuera dada a conocer como artículo
en Le Monde (compilada años más tarde en La aventura semiológica, ob.cit.), Barthes reflexionaba hacia
mediados de la década del setenta acerca de las diversas “fases” que la semiología había cubierto en su carrera
profesional, en su vida. Así, a la etapa inaugural, la del encandilamiento
saussuriano, sigue:
El segundo momento fue el de la ciencia, o por
lo menos el de la cientificidad. De 1957 a 1963 trabajé en el análisis de un objeto
altamente significativo; la ropa de moda. (…) Al mismo tiempo intentaba
concebir cierta enseñanza de la semiología (con los Elementos de semiología). (…) A mi alrededor la ciencia semiológica
se elaboraba según el origen, el movimiento y la independencia propia de cada
investigador (pienso sobre todo en mis amigos y compañeros Greimas y Eco); se
produjeron conjunciones con los grandes predecesores, como Jakobson y
Benveniste, e investigadores más jóvenes, como Bremond y Metz: se creó una
Asociación y una Revista Internacional de
Semiología.
En lo que a mí respecta no que dominaba ese
período de mi trabajo, no era tanto el proyecto de poner los fundamentos de la
semiología como ciencia cuanto el placer de ejercitar una sistemática: en la actividad de la clasificación hay una suerte de embriaguez
creativa. En su fase científica la semiología me deparó ese placer.
Es interesante notar de qué manera, en la breve biografía intelectual
que Barthes rememora, el inicial impulso científico nunca termina de
reconocerse como tal, a poco andar se va diluyendo en la práctica diversa (la
semiología al parecer aunque coqueteó con la idea jamás contó con una sólida “comunidad
científica” en el sentido de Thomas Kühn). La alusión nietzschiana, además, y siguiendo la memoria
de Barthes, sirve para diluir la propensión epistemológica en el juego, el
placer y el individuo:
(…) en lo concerniente a la cientificidad de la
semiología, no puedo creer hoy en día que la semiología sea una ciencia, una
ciencia positiva, y eso por una razón fundamental: corresponde a la semiología
y quizás, hoy, de todas las ciencias del hombre, solamente a la semiología,
cuestionar su propio discurso: ciencia del lenguaje, de los lenguajes, no puede
aceptar su propio lenguaje como un dato,
una transparencia (…), un metalenguaje. (…) Para la semiología no existe una extraterritorialidad del sujeto.
El juego de tensiones e intereses -los personales y esos otros
“obligados” por la época-, entre aquello que se ofrece como ciencia que
despunta y, al mismo tiempo, se frustra como tal en la forma del ensayo cercano
a la literatura, que oscila entre la reconstrucción empírica de zonas
culturales completas y la clasificación de sus unidades en medio de poco más
que un cierto afán lúdico-neurótico, tales las líneas que se enmarañan en los
comienzos de la tradición de la semiología estructuralista. Así se observa en
la figura intelectual de Roland Barthes y buena parte de su obra, y, a la vez,
constituyen el principal desafío conceptual para la semiología, uno que por
caminos y versiones diversos se las ha arreglado para extenderse hasta la
actualidad.
Jorge Warley
Universidad Nacional de La Pampa
Santa Rosa, 2010
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