Las historias
dedicadas a la semiótica suelen atravesar dos recorridos básicos, que en ambos
casos arrancan hacia fines del siglo XIX, atraviesan y se consolidan en el
veinte y llegan hasta la actualidad. Uno es el que está ligado al nombre de
Ferdinand de Saussure y su Curso de
Lingüística general (1916), la creación de la lingüística como ciencia, que
tiene su punto de partida en el neologismo saussureano semiología para definir la ciencia que estudia los signos en el
seno de la vida social, se desarrolló principalmente en la Europa continental y
hacia la mitad del siglo pasado, y de la mano de la corriente estructuralista,
irradió victoriosa por el mundo, siempre orbitando alrededor de la teoría y la
metodología lingüística entendida como el estudio riguroso del “sistema de la
lengua”, que le ha servido como modelo epistemológico general.
El otro proviene
del lógico estadounidense Charles Peirce, retoma el nombre de semiótica de una tradición filosófica
que se remonta por lo menos hasta la escuela antigua de los estoicos pero que
en la época moderna fue “relanzado” por los empiristas británicos, ha impactado
sobre todo en los espacios académicos anglosajones, está en su origen unido al
pensamiento pragmático y a través de algunas de sus exponentes más destacados,
como Charles Morris, ha derivado hacia el conductismo, por un lado, pero
también, un poco más tarde, hacia lo que de conjunto y para abreviar se puede llamar
“teoría de los discursos sociales”.
Para algunos
investigadores, como Eliseo Verón, un camino y el otro son excluyentes y
contrapuestos en cuanto a su marco teórico y también en lo que resultan sus
consecuencias analítico-metodológicas; para otros, como Roman Jakobson, no
necesariamente es así y pequeñas torsiones o “aplicaciones” de la “letra” de
uno y de otro han terminado convergiendo en estudios de lenguajes concretos sin
demostrar grandes distancias.
Más allá de esta
discusión, lo cierto es que otros nombres y aproximaciones conceptuales al
territorio de la semiótica han tenido menos suerte y reconocimiento, al menos
en lo que respecta a la Argentina.
Ernst Cassirer, por
ejemplo, no pasa de ser una referencia alguna vez leída en el Diccionario enciclopédico de las ciencias
del lenguaje de Tzvetan Todorov y Oswald Ducrot, pero no mucho más; la
importancia del filósofo germano puede palparse en otros espacios
universitarios o de os estudios superiores, pero no en aquellos especialmente
dedicados al dictado de los diferentes niveles y aspectos de la semiótica.
El objetivo de este
escrito es acercar esa perspectiva alternativa para considerar la relación de
los hombres, los signos y el mundo, por lo común injustamente poco revisada.
En el último tramo
del siglo diecinueve se desarrolló en Alemania la corriente denominada neokantismo. Si bien detrás de ese ítem
clasificatorio se suele reunir obras y autores de muy diverso interés y
alcance, las historias de la filosofía contemporánea cuentan que, de conjunto y
a trazo grueso, se trató de una reacción frente a la hegemonía alcanzada por el
pensamiento de Georg Hegel y un idealismo trascendental que consideraban de
tinte objetivista. De alguna manera
el neokantismo supuso una crítica contra aquello que estimaban un exceso
especulativo en torno al conjunto de fundamentos metafísicos de base hegelianas
y lo enfrentaron reorientando las bases que Immanuel Kant (1724-1804) había
elaborado en relación a una teoría del conocimiento, fundamentalmente en su
monumental y farragosa Crítica de la
razón pura (1781; el propio Kant publicó una segunda edición en 1787).
El proyecto central
del pensamiento kantiano fue el de una indagación trascendental acerca de las
condiciones epistémicas del conocimiento humano. Como se suele repetir, en su
obra central, Kant intentó afirmar la síntesis o conjunción de racionalismo y
empirismo, corrientes filosóficas que, por distinta vía, se centraban en el
objeto como fuente de conocimiento, el "giro copernicano" propuesto
por Kant consistió en concebir al sujeto como la fuente de todo conocimiento.
Kant explica que el
conocer recorre dos caminos, que se relacionan con la capacidad que el sujeto
tiene para “construir” sus representaciones (la “receptividad”), y para conocer
un objeto a través de tales representaciones; por el primer camino se nos “da”
un objeto y a través del segundo lo pensamos. Entender es, para Kant, la
capacidad espontánea e inmediata del sujeto para producir en su cabeza dichas
representaciones en su mente, y entenderlas debidamente. En este sentido Kant distingue
entre lógica trascendental -que es la que él busca desplegar- de la lógica general que busca establecer las
reglas del pensamiento en general. Se puede concluir, entonces, que la lógica no arroja nada sobre el contenido
del conocimiento sino más bien sobre las condiciones en las que conocemos y que
son indiferentes al objeto en sí.
El capítulo del
análisis que incluye la Crítica de la
razón pura ofrece la descomposición de la actividad del conocer, para
procurar la distinción del entendimiento puro con respecto a la sensibilidad, y
la enumeración de las reglas básicas mediante las cuales un sujeto conoce un
objeto determinado de la experiencia. De acuerdo con Kant la descomposición de
los contenidos del conocimiento es una capacidad del entendimiento mismo.
Kant ofrece una
definición de los que denomina “elementos a priori”, aquellos que permiten al
hombre “entender” los objetos dados por la intuición, es decir los sentidos.
Estos elementos son el espacio y el tiempo. Así, y asimismo, para, como
situados en lugares diversos, Es necesario, pues, que tengamos
"antes" la representación del espacio como base de las intuiciones
para que las sensaciones puedan referirse a los objetos externos -aquellas
“cosas” que ocupan un lugar distinto del nuestro- así como para poder entender
los objetos como exteriores los unos a los otros. El tiempo es entonces y de
manera evidente una intuición pura que es imposible derivar de la relación de
los fenómenos capturados por la experiencia, necesariamente debe ser pensada
como un “antes”, una condición para que
la experiencia fenoménica sea posible. En síntesis: a representación del
espacio no es un producto de la experiencia sino una condición de posibilidad que sirve de base a todas las intuiciones
externas, es la condición de posibilidad
(de existencia) de los fenómenos.
El espacio involucra
una idealidad trascendental: es una pura forma que prescinde de lo sensible, y
una realidad empírica en la que los fenómenos intuidos adquieren su carácter
objetivo.
El tiempo, al igual
que el espacio, es una forma pura de la intuición sensible. Constituye a la vez
los modos del “sentido interno”, es decir la capacidad que los sujetos tienen
de intuirse a sí mismos en el tiempo. El tiempo da validez objetiva a los fenómenos pues posibilita que sean
percibidos por el sujeto desde su entendimiento. Poe esta vía Kant deduce que
es posible pensar objetos que no estén dados en el espacio pero no es posible
pensar objetos que no sean en el tiempo. El tiempo es “real” como parte de la intuición interna y es “realidad
subjetiva” pues posibilita al sujeto pensarse a si mismo como objeto en el
tiempo.
Para Kant, en
conclusión, es imposible que los fenómenos existan por sí mismos: toda realidad
empírica se valida como algo real en tanto esta es intuida por el sujeto. El
espacio y el tiempo son también condiciones inherentes al sujeto que intuye; no
se podrían “recibir” o “concebir” representaciones sin estas dimensiones.
Cuando los hombres proyectamos
hacia el exterior lo que denominamos extensión,
o cuando, pensándonos a nosotros mismos o buscando un orden para la
heterogeneidad del mundo hablamos de duración,
en verdad estamos moldeando a los fenómenos gracias a “algo” que no les
pertenece, algo puramente subjetivo, una forma, una condición previa de nuestra
sensibilidad. Se podría agregar, por otra parte, que todo aquello que de
corriente se denomina “corporal” no va
más allá de la representación interna, aunque lo consideremos como externo. Se
trata de una pocas frases que buscan, casi como ejemplos o ilustraciones,
mostrar cabía dónde se orienta la arquitectura metafísica elaborada por Kant
para dar cuenta de los fundamentos activos del conocimiento humano.
Una de las “ramas” principales, al
menos a los fines de este escrito, de la corriente neokantiana estuvo
constituida por la llamada Escuela de Marburgo, que fijó su interés
principalmente en las cuestiones epistemológicas. Estuvo integrada por Hermann
Cohen, Paul Natorp, Karl Vorländer y Ernst Cassirer, entre sus figuras más
destacadas. Estos pensadores compartieron el esfuerzo teórico y argumentativo
por desarrollar teorías del conocimiento fundamentadas a partir de la propia
estructura del intelecto. ¿En qué consiste la actividad principal del
conocimiento human? Pues en categorizar, es decir, “poner en categorías” los
objetos del conocimiento -que no significa otra cosa que crearlos,
construirlos-. Si hay algo así como el ser-en-sí, pues está queda absolutamente
fuera del proceso del conocer.
Para los miembros de la Escuela de
Malburgo las ciencias brindaban los ejemplos más claros e incuestionables de la
existencia de las categorías apriorísticas y el punto, según su
consideración, era ya tan evidente a
esta altura de la historia de los hombres que ni siquiera merecía ser
discutido.
De algún modo el
proyecto del neokantismo se resume en una suerte de “vuelta al sujeto” y el
modo en que se relacionan pensamiento y mundo, aunque no desde una perspectiva
abstracta general sino más bien inspirándose y buscando apoyo en los resultados
provenientes de la fisiología. Es en ese sentido particularmente importante la
obra de Hermann von Helmhotz (1821-1894).
Helmotz, médico y científico, trató
de cimentar las investigaciones empíricas que permitieran establecer y
proporcionar las restricciones estructurales -los “filtros” de mundo- de los
sentidos de los hombres. A partir de sus estudios sobre el funcionamiento del
ojo humano, en 1851 inventó el oftalmoscopio. Los intereses de Helmholtz en
este tiempo se fueron focalizando cada vez más en la fisiología de los
sentidos; su principal publicación fue un Manual
de óptica fisiológica, donde se intenta dar cuenta, a partir de
investigaciones empíricas, de los modos en que la visión registra formas y
colores. Durante mucho tiempo esta obra fue considerada referencia fundamental y
algunos artículos aseguran que incluso llegó a influir en la escuela de la
Gestalt.
En el desarrollo experimental de
ciertos aspectos de la física supo inventar un famoso “resonador”, que lleva su
apellido; un aparato que permite analizar las combinaciones de tonos que
generan sonidos naturales complejos. De hecho, y así figura en muchas
publicaciones casi como una curiosidad en la página de los “precursores”, se
trata de un instrumento musical electrónico primitivo aunque no nació como tal y
es claro que su “inventor” carecía de cualquier interés en sus derivaciones
estéticas. Se podría aquí acotar que en 1863 Helmholtz publicó Sobre las
sensaciones de tono como base fisiológica para la teoría de la música; el
libro se centraba precisamente en la física de la percepción, y fue una fuerte
influencia para diversos estudios sobre música posteriores.
Wilhelm Wundt (1832-1920),
discípulo de Helmholtz, fue uno de los fundadores de la psicología experimental.
Basándose en la fisiología sensorial de Helmholtz, Wundt desarrolló su búsqueda
como una forma de filosofía empírica y, principalmente, un estudio de la mente
como algo separado, o sea en tanto “objeto”. Para Wundt, por consiguiente, no
existe algo así como el “espíritu humano” y sus explicaciones psicológicas
tentaron siempre y con exclusividad un camino biológico.
Por que si bien es
cierto que el neokantismo se desarrolló en parte en polémica con el positivismo,
a partir de lo que consideraba una insuficiencia de su concepto de ciencia, la
evidencia indica que en varios de sus miembros a veces es difícil establecer
separación nítida entre una corriente y la otra. Se puede sintetizar que, de
acuerdo con los neokantianos, el método
de las ciencias naturales da un conocimiento parcial, dado que focaliza sólo
aquellos fenómenos que se repiten; los biólogos, pues, pueden considerar a su objeto de estudio libre de
valores y de sentido, algo imposible para las ciencias de la cultura, que
refieren su objeto a valores y por tanto tienen sentido.
También se podría
citar aquí como ilustración a Gustav Fechner (1801-1887) quien, siguiendo la
misma mezcla de ciencia y filosofía que Helmholtz, se orientó hacia la
utilización de la teoría del conocimiento elaborada por el autor de la Crítica de la razón pura con el objetivo
de enfatizar la certeza de que es imposible concebir la acción de conocer sino
es de una manera mediada y “deformada” por las propiedades del aparato
cognitivo humano.
Por este camino
tanto para Helmhotz como para Fechner, así como para otros miembros de la
escuela neokantiana, ya no tenía sentido mantener la idea de la “cosa en sí” (nóumeno) de Kant; consideraban que no
había fundamento real para sostener la existencia de ese “algo” como mera
conjetura indemostrable, y aseguraban que la teoría del conocimiento kantiana
ganaba en solidez sin ella. La “cosa en sí” kantiana era más bien un requisito lógico, un “concepto límite”, para
explicar la aparición de los fenómenos, pero, de acuerdo con estos pensadores,
su pérdida no suponía un debilitamiento de la epistemología de base kantiana,
sino que, por el contrario, convocaba a los propios científicos a que
“llenaran” ese vacío a través de la praxis de investigación.
La Escuela de Marburgo
Hermann Cohen
(1842-1918) es pieza importante de lo que rotula como “segunda etapa”, la
Escuela de Marburgo o período filosófico (el mencionado anteriormente sería el
“fisiológico”) del neokantismo. Sus libros Teoría
sobre el conocimiento empírico (1871), La lógica del conocimiento puro
(1902) y Sistema de filosofía (1902-1906) brindan agudas y meticulosas
interpretaciones de la lógica trascendental kantiana. Cohen revisa y amplifica
centralmente el fundamento trascendental planteado Kant, es decir que los
objetos no son “reales” y cognoscibles en sí mismos, sino a partir de someterse
a las condiciones a priori del sujeto. Partiendo de este fundamento Cohen
revisa también las versiones del trascendentalismo acuñadas por Johann Fichte (1762-1814;
su primera publicación Intento de crítica
de toda revelación, de 1792, vio la luz de manera anónima y a partir de la
gestión que el propio Kant hizo con un editor) para definir su idealismo metafísico
del Yo y del No-Yo, Friedrich Schelling (1775-1854; en 1803 publica su obra
mayor, el Sistema del idealismo
trascendental, volumen en que se aleja de sus preocupaciones juveniles
dedicadas a la naturaleza y que mostraban el impacto del ideario romántico, por
una especulación más elaborada y madura orientada hacia el yo) e incluso Arthur
Schopenhauer (1788-1806; El mundo como voluntad y representación es de 1818)
quien utilizó el adjetivo “trascendental” para designar a la conciencia de las
cosas en tanto representaciones antes que a la reflexión dirigida a las cosas
en sí, y supo afirmar que su estudio había sido concebido esencialmente como un
"pensar hasta el final" la filosofía de Kant.
Si bien no del todo
en el propio Cohen, en “discípulos” kantianos de otros sitios del mundo, como
el estadounidense Ralph Emerson, la vía del “trascendentalismo” fue adquiriendo
un carácter antes religioso que lógico.
Paul Natorp
(1854-1924) fue esencialmente un pedagogo y una suerte de “socialista no
marxista” que intentó sistematizar los diversos aspectos del pensamiento kantiano
en un todo único y orgánico. En uno de sus libros más renombrados, La doctrina platónica de las ideas
(1903), Natorp define a las ideas como el objeto del pensamiento puro, e indica
que el fundamento de la ciencia sólo puede provenir de las funciones
cognoscitivas propias del sujeto. La dimensión del conocer de alguna manera
resume para este pensador las diversas dimensiones del ser humano conocimiento;
por tanto, a la ciencia. En Natorp puede verse con claridad, tal vez de manera
más evidente que en otros “neokantianos”, la polémica que intenta establecerse
en relación a la categoría de la “objetividad”; para ellos se trata de
describir, analizar y comprender la objetividad como un proceso del pensamiento
humano antes que en términos empíricos. Al respecto Natorp supo afirmar que
entendía a la ciencia como la conciencia determinada con fundamento.
Pero llegamos
finalmente a la figura que, dentro de esta escuela, interesa aquí destacar en
relación con la importancia que su pensamiento tiene en el siglo veinte para la
consideración del hombre como “animal simbólico” y de cara a los diversos
desarrollos contemporáneos de un saber semiótico. Ernest Cassirer (1874-1945), quien se doctoró bajo la dirección de
Natorp, tomará a la cultura humana como objeto de reflexión, entendida está
como un conjunto de sistemas simbólicos que los hombres han ido construyendo a
lo largo de los siglos. Su obra mayor se llama Filosofía de las formas simbólicas, tres volúmenes que publicó
originalmente entre 1923 y 1929.
En Un ensayo sobre el hombre, texto de
1944, Cassirer escribió: “El hombre descubrió, por así decirlo, un nuevo método
de adaptación a su propio entorno. Entre el sistema receptor y el efector del
sistema, que se encuentran en todas las especies animales, se encuentra en el
hombre un tercer enlace que es posible describir como el sistema simbólico.
Esta adquisición transforma la totalidad de la vida humana. En comparación con
los demás animales el hombre vive no sólo en una realidad más amplia; él vive,
por así decirlo, en una otra dimensión de la realidad”.
Con el avance del
nazismo Cassirer debió abandonar la Europa continental y su carrera profesional
continuó en los países anglosajones. Como en esas tierras no se conocían sus
ideas en 1945 se publicó una suerte de resumen de la Filosofía de las formas
simbólicas con el nombre de Antropología
filosófica. En el prólogo de este volumen Cassirer subraya que la reflexión
rigurosa sobre el hombre y su cultura no puede basarse en una especulación
general y abstracta sino que debe encontrar su fundamento en el hombre mismo.
Realiza entonces
una suerte de paralelo en el saber de la biología y el de la filosofía que le
posibilitara extraer algunas conclusiones centrales para su teoría. Cassirer
menciona a Jakob von Uexküll (1864-1944, quien, señala, ha desarrollado un
nuevo esquema general de investigación biológica. Indica que la base filosófica
que anima el trabajo de Uexküll es la del idealismo fenomenológico, pero de una
especie que se las arregla para escapar a las consideraciones para poyarse en principios
empíricos.
La obra de Uexküll proporciona
una imagen perfecta del mundo interno y externo de los seres vivos. Sus investigaciones
comenzaron con el estudio de los organismos inferiores y de a poco se
extendieron a todas las formas de la vida orgánica. Cassirer afirma que Uexküll
se niega clasificar la vida en formas inferiores o superiores: la vida es “perfecta”,
tanto en sus formas más simples como en las más complejas. Hasta el organismo
más pequeño vive y se reproduce de manera perfectamente coordinada con su entorno,
con su medio ambiente. Cada estructura anatómica determina dos sistemas
orgánicos: uno "receptor" y otro "efector"; la cooperación
y el equilibrio de estos dos sistemas son indispensables para vivir. A través
del sistema receptor el organismo recoge los estímulos externos y mediante el
efector reacciona frente a ellos, es por demás evidente, entonces, que sus
funciones estarán siempre estrecha y necesariamente entrelazadas en lo que
Uexküll bautizó "círculo funcional".
De allí se
desprende el concepto más notable propuesto por este biólogo nacido en Estonia,
el de Umwelt, es decir la relación
que se establece entre la “percepción subjetiva” y el medio natural al que ésta
se encuentra fusionado. Siguiendo esta línea de investigación, en 192, fundó en
la Universidad de Hamburgo el Institut für Umweltforschung (Instituto de Investigación
sobre el Entorno).
En un texto de
divulgación bastante curioso que escribió en 1929 y dedicó a su esposa, las Cartas biológicas a una dama, Uexküll
escribió (de acuerdo a la traducción que Manuel García Morente realizó cinco
años más tarde para la Revista de
Occidente dirigida por José Ortega y Gasset):
Los
hermosos trabajos de Fabré nos han dado a conocer muy bien la serie de actos
que ejecuta la avispa sfex en la crianza de sus pequeños. El sfex arrastra su
presa, paralizada, a la cueva que él mismo ha cavado y en donde se encuentra su
prole. Fabré consiguió demostrar que la serie de los actos obedece a una serie
de notas características para el sfex, y queda interrumpida tan pronto como se
elimina una nota necesaria. En este caso, la oscuridad de la cueva es un
miembro necesario en la serie de las notas. Si se elimina poniendo la cueva al
descubierto, el sfex pierde su orientación, siempre segurísima; corre entonces
con su presa, desconcertado, de acá para allá, pisoteando sin reparo su propia
prole.
Estos
ejemplos nos hacen ver claramente que en los mundos circundantes de la mayor
parte de los animales no aparece nunca más que una nota en un momento, y que la
sucesión de las notas está determinada por una regla interior.
Algunos
historiadores denominan biosemiótica
a los estudios de Uexküll, otros lo
consideran, en una apreciación similar, precursor de la etología y de la
biocibernética.
Con una perspectiva absolutamente pionera Urexküll sostiene que eso que se suele llamar la “realidad” debe ser considerado una construcción que cada especie realiza sobre la base de la percepción del mundo que le procuran sus esquemas biológicos, o sea aquellos que alimentan y dan forma a las relaciones entre la subjetividad perceptiva y el hábitat circundante. Así, el entorno crea las condiciones de la construcción de la realidad en los términos del universo subjetivo que cada organismo desarrolla en la proporción de ciertas determinaciones biológicas.
Con una perspectiva absolutamente pionera Urexküll sostiene que eso que se suele llamar la “realidad” debe ser considerado una construcción que cada especie realiza sobre la base de la percepción del mundo que le procuran sus esquemas biológicos, o sea aquellos que alimentan y dan forma a las relaciones entre la subjetividad perceptiva y el hábitat circundante. Así, el entorno crea las condiciones de la construcción de la realidad en los términos del universo subjetivo que cada organismo desarrolla en la proporción de ciertas determinaciones biológicas.
Uexküll dedicó su
vida a estudiar a los seres vivos y su interacción en la formación de grupos organizados, una de cuyas tareas básicas es
la de “ordenar” lo existente según una determinada escala de percepción e
interacción. De tal acción resulta que la verdad es una expresión subjetiva que
cada ser construye a partir de su percepción de la realidad, una construcción que
sólo es posible a partir de los signos. La ausencia de signos es inconcebible,
puesto que supondría la imposibilidad de surtido, el caos; los signos son la
precondición para que “exista” eso que de común se denomina “realidad”. La fuerza
adaptativa y evolutiva de los seres vivos se nutre, pues, de su capacidad de interpretación del entorno
y determina la amplitud de sus mecanismos, opciones y posibilidades de
supervivencia.
De alguna manera
puede decirse que las líneas anteriores resumen e intentan traducir la versión constructivista
que Uexküll ofrece de la teoría darwiniana de la selección natural.
Desde esta
perspectiva los lenguajes deben ser entendidos como una creación colectiva de
las especies más avanzadas en la búsqueda por ajustar y enriquecer su relación
con el medio ambiente. Por este camino se puede vincular la descendencia que
las ideas de Uexküll han tenido dentro de lo que aquí se denomina de manera
general “biosemiótica” con las propuestas pragmáticas de tradición
estadounidense de Charles Peirce y Charles Morris, para quienes el sentido está
atado al uso.
De acuerdo con
Alexei Sharov:
El
tema de la biosemiótica, una nueva rama interdisciplinaria de la ciencia, es
investigar la naturaleza biológica de los signos y la base semiótica de la
biología. La información es considerada un micro-estado de un sistema que
afecta las elecciones posibles de trayectoria en un cierto punto de
bifurcación. El sentido de la información involucra dos dimensiones:
significado y valor. El significado es entendido como un conjunto de
posibilidades y limitaciones que brinda la información acerca de los caminos
que podrán ser seguidos como conductas; el valor se mide en relación a la
contribución que realiza la información acerca del sostenimiento y reproducción
del sistema. Tanto el significado como el valor son tomadas en el nivel
material como en el ideal. La evolución del sentido se juzga a partir de su
extensión en el tiempo y el espacio, y la complejización de su estructura. Un
provceso que se ha movido gradualmente desde los sistemas pre-biológicos hasta
llegar al hombre.
(“Biosemiotics: Functional-Evolutionary
Approach to the Analysis of the Sense of the Information”, en T.A.Sebeok and J. Umiker-Sebeok -eds.-, Biosemiotics. The Semiotic Web 1991.
Mouton de Gruyter, New York, 1992, pp. 345-373)
El especialista Kalevi
Kull, por su parte, ubica a la biosemiótica dentro de lo que denomina el “giro
cognitivista” que se habría producido en las últimas décadas y que va a afectar
a la biología; la biología teórica podrá devenir en una suerte de “biología
filosófica”.
Como
sea, la cuestión, acerca de si se trata de una crisis epistemológica en el
interior de la biología que espera a ser resuelta, o es más bien una crisis en
la biología teórica y la teoría de la evolución, está abierta. La biosemiótica
propone su camino y la renovación de la biología a través del paradigma
semiótico.
En
cualquier caso se trata de una perspectiva y un acercamiento que deben ser
cuidadosamente analizados. En el interés de un punto de vista más amplio, parce
razonable hacerlo mientras se consideran al mismo tiempo las nociones
provenientes de la biología teórica. Por ejemplo, Robert Rossen ha dicho que
“la razón básica que explica por qué es tan difícil hacer biología” es que
“estamos pobremente equipados”.
(“On Semiosis, Umwelt, and Semiosphere”, en Semiotica,
vol. 120, 3/4, 1998, pp. 299-310)
Como puede verse en
el título mismo de su artículo, Kull, miembro del Departamento de Semiótica de
la Universidad de Tartu, vincula su reflexión acerca de la biosemiótica con el
concepto de semioesfera que ha sido
popularizado por los escritos de Jurij Lotman.
La
distinción inicial entre objeto (O) y el signo (S) suscita profundas cuestiones
sobre la anatomía de la realidad, e incluso sobre su mera existencia, pero no
hay nada que aproxime a un consenso sobre estos enigmas a los físicos, dejando,
de esta forma, solos a los filósofos. Una implicación obvia de esta postulada
dualidad es el hecho de que la semiosis requiere como mínimo dos actores: el
observador y el observado. Nuestra intuición de la realidad es consecuencia de
una interacción mutua entre ambos: el mundo privado de sensaciones elementales
de Jakob von Uexküll (Merkzeichen,
"signos perceptuales") asociado a sus transformaciones significativas
en impulsos activos (Wirkzeichen,
"signos operativos") y el mundo fenomenal (Umwelt), es decir, el mundo subjetivo que cada animal presenta como
modelo de su entorno "verdadero" (Natur,
"realidad") que únicamente se revela a sí mismo a través de signos.
Las reglas y leyes a las que aquellos procesos relacionados con el signo -a
saber, la semiosis- están sujetos, constituyen las únicas leyes auténticas de
la naturaleza. "Así como la actividad de nuestra mente es el único fragmento
de la realidad conocida por nosotros", argumentaba en su gran trabajo, Theoretical Biology, "sus leyes son
las únicas que tienen el derecho a ser llamadas leyes de la naturaleza"
(Uexküll 1973 [1928], pág. 40)
(Signos: una introducción a la semiótica,
Barcelona, Paidós, 1996, traducción de Pilar Torres Franco),
párrafo donde queda
claro la intención de acercar la semiótica a la biología, en el intento de
“mezclar” la tradición proveniente de Uexküll con la perspectiva fundada por
Charles Peirce, una síntesis que ha animado buena parte de Thomas Sebeok,
investigador nacido en 1920 en Hungría, emigrado en 1936 a los Estados Unidos,
donde desarrolló una fértil carrera dentro del área de la semiótica hasta su
muerte en 2002, y a quien corresponde el honor y mérito de haber editado las
actas del célebre congreso académico sobre el estilo celebrado en Bloomington,
Indiana, en 1958, que volvió famosa la conferencia de Roman Jakobson sobre “Lingüística
y poética”, texto clave de la teoría de la literatura que se desarrolló de
manera avasalladora sobre la segunda mitad del siglo veinte. Sebeok,
precisamente, fue discípulo directo del lingüista ruso Jakobson (1896-1982;
miembro fundador del Círculo de Lingüística de Moscú en 1915, la afamada
antología que recoge sus Ensayos de
lingüística general se publicó en París en 1963) y del conductista
norteamericano Charles Morris (1901-1979), cuya obra Fundamentos de la teoría de los signos, de 1938, es considerado por
muchos historiadores como el primer proyecto de una semiótica completa, que
reúna e integre sus diferentes áreas que, siguiendo la inspiración peirciena,
son la gramática, la semántica y la pragmática.
Ernst Cassirer y el símbolo
¿Es
posible emplear el esquema propuesto por Uexküll para una descripción y
caracterización del mundo humano? Es obvio que este mundo no constituye una
excepción de esas leyes biológicas que gobiernan la vida de todos los demás
organismos. Sin embargo, en el mundo humano encontramos una característica
nueva que parece constituir la marca distintiva de la vida del hombre. Su
círculo funcional no sólo se ha ampliado cuantitativamente sino que ha sufrido
también un cambio cualitativo. El hombre, como si dijéramos, ha descubierto un
nuevo método para adaptarse a su ambiente. Entre el sistema receptor y el
efector, que se encuentran en todas las especies animales, hallamos en él como
eslabón intermedio algo que podemos señalar como sistema "simbólico".
Esta nueva adquisición transforma la totalidad de la vida humana. Comparado con
los demás animales el hombre no sólo vive en una realidad más amplia sino, por
decirlo así, en una nueva dimensión de la realidad,
Sostiene Enrst
Cassirer en el capítulo denominado “Una clave de la naturaleza del hombre: el
símbolo” de su Antropología filosófica.
Introducción a una filosofía de la cultura (México, Fondo de Cultura
Económica, 1945, traducción de Eugenio Ímaz. Se trata de la versión española de
su Essay on Man, de 1944). Como puede
verse en el título del aparatado, el filósofo alemán busca tratar en la
dimensión de una paradoja los términos “naturaleza” y “símbolo”. Es decir que
buscaba afirmar por esta vía retórica que lo “natural” del hombre es el
símbolo, creación obviamente “artificial”.
Las respuestas que
los animales ofrecen frente a los estímulos del medio ambiente son orgánicas,
inmediatas, mientras que las reacciones humanas son más lentas, están
“retardadas”, precisamente, por los procesos del pensamiento. La raza humana,
explica Cassirer, para bien o para mal no vive en un universo físico sino en
un universo simbólico.
Fatalmente el
hombre ya no puede enfrentarse con la realidad “cara a cara”, sino que lo hace
a través de esos velos que sobre el mundo depositan la religión, la ciencia, el
arte, el “sentido común”.
En una muy linda
metáfora Cassirer afirma que el hombre queriendo tratar con la naturaleza
termina conversando consigo mismo. En consecuencia casi podría expresarse con
un cálculo matemático la fórmula que vincula de manera directamente
proporcional la mayor actividad simbólica por parte del hombre con un “retiro”
cada vez mayor del mundo.
"Lo que
perturba y alarma al hombre -dice Epicteto- no son las cosas sino sus opiniones
y figuraciones sobre las cosas", cita Cassirer.
Sin embargo,
Cassirer no olvida a Aristóteles, muy por el contrario. Reafirma la célebre
frase del filósofo griego clásico que sostenía el carácter de “animal racional”
de hombre; la naturaleza simbólica humana no niega la razón sino que la firma
y, de alguna manera, la continúa y despliega. De cualquier manera se debe hacer
la siguiente aclaración:
Los
grandes pensadores que definieron al hombre como animal racional no eran
empiristas ni trataron nunca de proporcionar una noción empírica de la
naturaleza humana. Con esta definición expresaban, más bien, un imperativo
ético fundamental. La razón es un término verdaderamente inadecuado para
abarcar las formas de la vida cultural humana en toda su riqueza y diversidad.
Es decir, en
consecuencia, que la definición cassireana de “el hombre es un animal simbólico”
contiene y a la vez se ofrece como superación de la célebre “el hombre es un
animal racional”, supone también la corrección de una cierta manera “idealista”
de proponer la racionalidad del ser humano.
Para Cassirer el
pensamiento y la conducta simbólicos constituyen los rasgos más característicos
de la vida humana y son de imprescindible consideración para comprender la
cultura y su desarrollo. Ahora bien, ¿el símbolo es privativo del hombre? Para
ensayar una respuesta Cassirer toma los experimentos de Iván Pávlov que,
asegura, brindan pruebas empíricas en lo que se refiere a los estímulos llamados
"representativos". También revisa las investigaciones de Wolfe
tendientes a determinar comportamientos simbólicos en los monos, a partir de su
capacidad para sustituir el estímulo directo de los alimentos por el
reconocimiento de señales de sustitución, y que se pueden juzgar como
antecedentes del comportamiento humano. Llega así a una primera conclusión:
Recientemente,
George Révész ha publicado una serie de artículos en los que parte de la
proposición de que la cuestión, tan apasionadamente debatida, del llamado
"lenguaje animal" no puede ser resuelta sobre la base de meros hechos
de psicología animal. Quien examine las diferentes tesis y teorías psicológicas
con una mente crítica y limpia de prejuicios, tiene que llegar a la conclusión
de que no es posible esclarecer el problema refiriéndolo sencillamente a las
formas de la comunicación animal y a ciertas demostraciones obtenidas mediante
la domesticación y el aprendizaje. Todas ellas admiten las interpretaciones más
contradictorias. Por eso es necesario, ante todo, encontrar un punto de partida
lógicamente correcto que nos pueda conducir a una interpretación natural y sana
de los hechos empíricos. El punto de partida lo representa la determinación
conceptual del lenguaje.
A partir de allí
Cassirer revisa el carácter emotivo, que considera la base e impulso básico del
lenguaje humano, hasta llegar hasta su componente conceptual, aquel que se
expresa de alguna manera en sus complejos morfologías, sintaxis y nivel
semántico. Tras citar la función de “descripción” de la lengua definida por
Karl Bühler, Cassirer establece una contraposición entre el lenguaje expresivo
y el lenguaje proposicional. El primero puede ser, aunque más no sea
parcialmente, compartido por los animales; el segundo es exclusivo de la
comunidad de los hombres. Una definición clara del concepto de lenguaje, por lo tanto, posibilita
relativizar todas las observaciones que se puedan hacer alrededor de la
comunicación animal y sus soportes, y explica además por qué es imposible
pensar a los animales en términos de desarrollo cultural de algún tipo. Los
animales son seres prelingüísticos.
Es en esta
dirección que el neokantiano Cassirer, en cierto modo a la manera hegeliana
aunque intentando expurgar a tal perspectiva de su “objetivismo”, se lanza a
explicar la cultura humana y el desarrollo evolutivo de sus formas simbólicas
clásicas.
Establece una
distinción entre símbolo y signo, entendiendo a este como señal. Un gato o un perro son capaces de
“apreciar” gestos, modulaciones de la voz y datos de las conductas de sus
dueños, pero tal capacidad está lejos del umbral de cualquier capacidad
simbólica. De acuerdo con Cassirer, todos esos ejemplos que habitualmente se
brindan para ilustrar los “reflejos condicionados” se encuentran en las
antípodas del pensamiento simbólico. Las señales pertenecen al mundo físico,
mientras que los símbolos son parte del universo del sentido; la comprensión es
el opuesto de la mera “reacción”. Escribió Cassirer:
Si
entendemos por inteligencia la adaptación al medio ambiente o la modificación
adaptadora del ambiente tendremos que atribuir al animal una inteligencia
relativamente muy desarrollada. También hay que reconocer que no todas las
acciones animales se hallan gobernadas por la presencia de un estímulo
inmediato. El animal es capaz de toda suerte de rodeos en sus reacciones. No
sólo puede aprender el uso de instrumentos sino inventar instrumentos para sus
propósitos. Por eso, algunos psicobiólogos no dudan en hablar de una
imaginación creadora o constructiva de los animales. Pero ni esta inteligencia
ni esta imaginación son del tipo específicamente humano. En resumen podemos
decir que el animal posee una imaginación y una inteligencia prácticas,
mientras que sólo el hombre ha desarrollado una nueva fórmula: inteligencia e imaginación simbólicas.
El salto de una
acción únicamente e inmediatamente práctica a una conducta simbólica supone
necesariamente un largo desarrollo; ese proceso de constitución de siglos es
precisamente la cultura.
Esta actividad de
construcción simbólica del propio yo, de la especie y del entorno encuentra
para Cassirer un punto particularmente destacado -como no podía ser de otra
manera de un neo-kantiano- en las categorías del tiempo y del espacio. El
constituido por el hombre no es simplemente un “espacio de la acción”, se trata
de un “espacio simbólico”, ese espacio como abstracción que la mente humana ha
intentado capturar desde Platón hasta Isaac Newton.
Otro tanto acontece
con el tiempo. Cassirer menciona aquella conocida sentencia del filósofo
Liebniz de que el presente está cargado de pasado y preñado de lo porvenir para
afirmar que resulta imposible conocer el estado “actual” de cualquier organismo
sin proyectarlo sobre su pasado y dar cuenta de su futuro, en ese sentido el
presente no es más que un punto de pasaje.
Cassirer señala que
algunos investigadores han apuntado que la mneme
debe ser considerada como un rasgo de toda materia orgánica; sin embargo, la
memoria humana tiene un carácter muy diferente y específico. Esto es así en
tanto y en cuanto no se trata en el caso humano del mero recuerdo, en cuanto
repetición, de la experiencia ya vivida, sino en un complejo trabajo
psicológico de selección, comprensión y síntesis simbólica. Cassirer cita el
libro Materia y memoria del filósofo
vitalista francés Henri Bergson para apoyar su crítica a una versión pobremente
mecánica de la memoria.
En lugar del
adjetivo constructivo o constructivista Cassirer prefiere relacional: el pensamiento simbólico es, precisamente, un
pensamiento relacional, es decir que
opera sobre las formas abstractas antes que sobre los contenidos inmediatos y
ocasionales. El autor de la Antropología filosófica cita los descubrimientos de
la psicología de la Gestalt para apoyar sus aseveraciones sobre este punto. Los
“gestálticos” han dejado una gran cantidad de trabajos experimentales que
demuestran hasta qué punto incluso el más sencillo proceso perceptivo envuelve
elementos estructurales, pautas o configuraciones generativas. Esta corriente
demostró experimentalmente la presencia de estos elementos estructurales de
naturaleza óptica incluso en especies animales inferiores; lo que caracteriza
al hombre -y al respecto Cassirer cita a Platón y las consideraciones que los
pensadores griegos clásicos dedicaron a materias como la matemática y la
geometría- es la organización mental de estructuras abstractas, es decir un
tipo particular de pensamiento relacional que es completamente ajeno a los
animales. Una capacidad que sería imposible sin la adquisición del lenguaje.
El
lenguaje no es un objeto, no es una cosa física para la cual tengamos que
buscar una causa natural o sobrenatural; es un proceso, una función general de
la psique humana. (…) el lenguaje no es
una creación artificial de la razón ni tampoco puede explicarse por un
mecanismo especial de asociación. En su intento para establecer la naturaleza
del lenguaje pone todo el acento en lo que llama reflexión. Reflexión o pensamiento
reflexivo es aquella capacidad del hombre que consiste en destacar de toda la
masa indiscriminada del curso de los fenómenos sensibles fluyentes ciertos
elementos fijos, al efecto de aislarlos y concentrar la atención sobre ellos.
Esta definición de
la naturaleza y la función del lenguaje humano pertenecen a Johann Gottfried
von Herder (1744-1803), el pensador preromántico alemán a quien Cassirer cita
dado que considera el primero en destacar la importancia del lenguaje en la
definición del hombre mismo y su relación con todo lo existente, en textos como
su Ensayo sobre el origen de la lengua
(original de 1770, publicado dos años más tarde) que fue escrito como respuesta
a una pregunta planteada por la Academia de las Ciencias de Berlín; en otros de
corte didáctico, como las Cartas sobre el
progreso del hombre (1793-1797), y sobre todo en su obra más importante,
los cuatro volúmenes del estudio Ideas
para una filosofía de la historia de la humanidad (1784-1791).
Herder dio cuenta
del fenómeno con una terminología psicológica propia del siglo XVIII, con la
retórica de las metáforas y un espíritu
entre ensayístico y poético, sostiene Cassirer, pero tiene el mérito de haber
anticipado de manera especulativa asertos que la ciencia experimental del siglo
veinte avanzado no haría sino confirmar con solidez, como es posible observar,
por ejemplo, en los estudios sobre aquellas personas a las que accidente de
algún tipo o enfermedad les produce lesiones cerebrales se puede observar cómo
ven alterada su capacidad de lenguaje y con ello el conjunto de sus conductas y
temperamento.
Sin el pensamiento
simbólico, concluye Cassirer, los hombres permanecerían en la oscura caverna
imaginada hace siglos por Platón.
Cassirer sostiene
que la distinción entre realidad y posibilidad sólo es dada en relación a un
pensar simbólico, y por lo tanto una capacidad exclusiva de los hombres. Se
trata de una distinción no metafísica sino principalmente epistemológica, dado
que remite no a las “cosas” sino al pensamiento que sobre ellas se deposita y
desarrolla. Para los hombres no hay una diferencia verdadera entre pensamiento
y realidad, dado que todo lo concebible por serlo es o podrá ser existente. En
este sentido, menciona Cassirer, Kant recurrió al símil de un Dios creador depositario
lógico de una “intuición originaria” o “intelección arquetípica: trataba no de
predicar la existencia de algo de naturaleza supranatural o divina sino de
encontrar una figura adecuada para ilustrar la capacidad ilimitada del
intelecto humano.
Si se analiza la
sencilla en una primera consideración pero verdaderamente dificultosa a la hora
de su interpretación profunda sentencia de Kant que señala que “los conceptos
sin las intuiciones son vacíos” y “las intuiciones sin los conceptos son
ciegas” se debe volver a la estimación de la diferencia y complementariedad
entre posible y real. Cassirer propone una pequeña “traducción”: Kant sostenía
en la Crítica del juicio que el
intelecto humano tiene necesidad de “imágenes”, Cassirer propone cambiar el término
por el de símbolos.
El símbolo conduce
necesariamente a la reflexión acerca de la distancia entre real y posible,
entre real e ideal, entre actual y potencial o futuro, ser y sentido.
En contra de los
empiristas y los positivistas que no se han cansado de proclamar la relación
que el conocer humano tiene con los hechos, una verdadera y profunda teoría del
conocimiento muestra hasta qué punto la ciencia se relaciona con la teoría, las
hipótesis, los símbolos. De acuerdo con Cassirer, la historia de la ciencia
desde la aparición de las matemáticas hasta las audaces figuraciones de Galileo
Galilei son una demostración de la capacidad del pensamiento simbólico.
El pensador francés
Hippolyte Taine (1828-1893), recuerda Cassirer, en los dos volúmenes de su obra
de 1870 acerca De la inteligencia,
desarrolló lo que consideraba la base psicológica de su teoría general de la
cultura humana. Según este fundador de la corriente naturalista, lo que comúnmente
se denomina “comportamiento inteligente” no constituye un principio especial o
destacado de la naturaleza humana, puesto que no se trata más que una forma de
mayor refinamiento y complejidad del mismo mecanismo y automatismo asociativo
que encontramos en todas las reacciones animales. Si se aceptamos esta aseveración,
dice Cassirer, la diferencia entre inteligencia e instinto se torna de grado y
no cualitativa, por lo tanto el concepto de inteligencia se vuelve inútil,
carente sin sentido. “Inteligir” supone necesariamente el carácter relacional,
propio del lenguaje, que ya se mencionó más arriba.
Es particularmente
interesante señalar hasta dónde llevan las deducciones que Cassirer establece
en relación con el lenguaje humano y que lo llevan a repasar el pensamiento
sobre la lengua que se ha desplegado desde los filósofos llamas “presocrátcos”
hasta las búsquedas científicas que eran contemporáneas al desarrollo de su
pensamiento como el caso del norteamericano Leonard Bloomfield),
fundamentalmente la obra de Wilhelm von Humboldt (1767-1835; fundador de la
Universidad de Berlín y autor de Sobre la lingüística comparativa en
relación a las diferentes épocas del desarrollo lingüístico, de 1820) que considera una suerte
de culminación. A partir de la consideración de ésta, para calificar la
necesidad epistemológica de estudiar a la lengua como un todo integrado y no
como una simple sumatoria de términos sueltos, Cassirer utiliza la calificación
de estructuralismo:
La
obra de Humboldt representó algo más que un progreso notable en el pensamiento
lingüístico; significó también una nueva época en la historia de la filosofía
del lenguaje. No era un académico especializado en fenómenos lingüísticos
particulares ni un metafísico como Schelling o Hegel. Siguió el método crítico
de Kant sin caer en especulaciones acerca de la esencia o el origen del
lenguaje; el último problema ni siquiera está mencionado en su obra; lo que
ocupa el primer plano son los problemas estructurales. Hoy se admite,
generalmente, que estos problemas no pueden ser resueltos por métodos
históricos exclusivamente. Conocedores de diferentes escuelas y que trabajan en
campos diversos concuerdan en subrayar el hecho de que no puede hacerse
superflua la lingüística descriptiva en gracia de la lingüística histórica,
pues esta última tiene que basarse siempre en la descripción de aquellas etapas
del desenvolvimiento del lenguaje que nos son directamente accesibles. Desde el
punto de vista de la historia general de las ideas, es muy notable el hecho de
que la lingüística, en este aspecto, se halla sujeta al mismo cambio que
percibimos en otras ramas del conocimiento. El positivismo va siendo
reemplazado por un nuevo principio que podemos denominar estructuralismo.
Así, Cassirer
encuentra una suerte de punto de convergencia de muchos desarrollos de la
ciencia del siglo veinte, que posibilita, por ejemplo, que puedan encontrarse
correspondencias entre la psicología de la Gestalt, la física de última
generación, el Curso de lingüística
general de Ferdinand de Saussure y las “obras de Trubetzkoy y en los Travaux du Cercle Linguistique de Prague”.
La noción de la estructura, indica Cassirer, tiene una larga historia aunque
haya sido relanzada en el correr del siglo veinte, y que permite observar hasta
dónde la distinción tradicionalmente obligada entre forma y contenido carece de
asidero.
Después de pasar
revista a las diversas corrientes de estudios que le eran contemporáneas, y
después también entre trazar un paralelo entre las conclusiones de éstas y las
provenientes de la lógica simbólica, Cassirer concluye que a partir de la extensión
“natural” hacia conceptos y categorías universales parece determinar el
desarrollo del lenguaje humano; casi parafraseando algunas de las aseveraciones
de Uexküll que ya se han referido, agrega que cada nuevo avance en la dirección
indicada conduce a una visión más amplia, a una organización y orientación
mejores del mundo perceptivo propio del hombre.
Cierre
Como puede
advertirse en el apretado recorrido que se ha intentado en las páginas
anteriores, de manera casi paralela en el tiempo aunque tentando matrices
disciplinarias diferentes, fundamentalmente la de la ciencia de la biología y
la filosofía, otros pensadores que no son Saussure y Peirce, ni se alimentan de
sus enfoques teóricos, han intentado pensar la producción de sentido por parte
de los hombres de una manera diferente a las consideradas clásicas en el ámbito
de la semiótica, aunque no por ello ajenas a una sólida tradición propio, que
se remonta por lo menos hasta el siglo XVIII y, como lo demuestra Cassirer,
hunde incluso sus raíces en la Antigüedad clásica.
Por otra parte,
estos puntos de vista alternativos posibilitan ver algo no muy común en el
presente, como lo es la búsqueda de puntos de contacto y vasos comunicantes
entre la biología y el pensamiento filosófico.
Se trata, quizás de
más está decirlo, de enfoques que presentan particular interés y atractivo
aunque no por ello deban ser aceptados sin más; el hecho mismo de que se trata
de perspectivas poco transitadas en la Argentina debería obligar a los
especialistas del área a reflexionar sobre las razones de esta indiferencia. De
cualquier manera, son, sin duda, caminos abiertos al desarrollo teórico y
metodológico así como también a los cruces, las tensiones y las polémicas
intelectuales. He allí, entonces, su valor.
Jorge Warley
Universidad
Nacional de La Pampa
Santa
Rosa, 2009
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