jueves, 11 de agosto de 2016

Otras semióticas (el hombre como animal simbólico)

Las historias dedicadas a la semiótica suelen atravesar dos recorridos básicos, que en ambos casos arrancan hacia fines del siglo XIX, atraviesan y se consolidan en el veinte y llegan hasta la actualidad. Uno es el que está ligado al nombre de Ferdinand de Saussure y su Curso de Lingüística general (1916), la creación de la lingüística como ciencia, que tiene su punto de partida en el neologismo saussureano semiología para definir la ciencia que estudia los signos en el seno de la vida social, se desarrolló principalmente en la Europa continental y hacia la mitad del siglo pasado, y de la mano de la corriente estructuralista, irradió victoriosa por el mundo, siempre orbitando alrededor de la teoría y la metodología lingüística entendida como el estudio riguroso del “sistema de la lengua”, que le ha servido como modelo epistemológico general.
El otro proviene del lógico estadounidense Charles Peirce, retoma el nombre de semiótica de una tradición filosófica que se remonta por lo menos hasta la escuela antigua de los estoicos pero que en la época moderna fue “relanzado” por los empiristas británicos, ha impactado sobre todo en los espacios académicos anglosajones, está en su origen unido al pensamiento pragmático y a través de algunas de sus exponentes más destacados, como Charles Morris, ha derivado hacia el conductismo, por un lado, pero también, un poco más tarde, hacia lo que de conjunto y para abreviar se puede llamar “teoría de los discursos sociales”.
Para algunos investigadores, como Eliseo Verón, un camino y el otro son excluyentes y contrapuestos en cuanto a su marco teórico y también en lo que resultan sus consecuencias analítico-metodológicas; para otros, como Roman Jakobson, no necesariamente es así y pequeñas torsiones o “aplicaciones” de la “letra” de uno y de otro han terminado convergiendo en estudios de lenguajes concretos sin demostrar grandes distancias.
Más allá de esta discusión, lo cierto es que otros nombres y aproximaciones conceptuales al territorio de la semiótica han tenido menos suerte y reconocimiento, al menos en lo que respecta a la Argentina.
Ernst Cassirer, por ejemplo, no pasa de ser una referencia alguna vez leída en el Diccionario enciclopédico de las ciencias del lenguaje de Tzvetan Todorov y Oswald Ducrot, pero no mucho más; la importancia del filósofo germano puede palparse en otros espacios universitarios o de os estudios superiores, pero no en aquellos especialmente dedicados al dictado de los diferentes niveles y aspectos de la semiótica.

El objetivo de este escrito es acercar esa perspectiva alternativa para considerar la relación de los hombres, los signos y el mundo, por lo común injustamente poco revisada.

La escuela neokantiana

En el último tramo del siglo diecinueve se desarrolló en Alemania la corriente denominada neokantismo. Si bien detrás de ese ítem clasificatorio se suele reunir obras y autores de muy diverso interés y alcance, las historias de la filosofía contemporánea cuentan que, de conjunto y a trazo grueso, se trató de una reacción frente a la hegemonía alcanzada por el pensamiento de Georg Hegel y un idealismo trascendental que consideraban de tinte objetivista. De alguna manera el neokantismo supuso una crítica contra aquello que estimaban un exceso especulativo en torno al conjunto de fundamentos metafísicos de base hegelianas y lo enfrentaron reorientando las bases que Immanuel Kant (1724-1804) había elaborado en relación a una teoría del conocimiento, fundamentalmente en su monumental y farragosa Crítica de la razón pura (1781; el propio Kant publicó una segunda edición en 1787).

El proyecto central del pensamiento kantiano fue el de una indagación trascendental acerca de las condiciones epistémicas del conocimiento humano. Como se suele repetir, en su obra central, Kant intentó afirmar la síntesis o conjunción de racionalismo y empirismo, corrientes filosóficas que, por distinta vía, se centraban en el objeto como fuente de conocimiento, el "giro copernicano" propuesto por Kant consistió en concebir al sujeto como la fuente de todo conocimiento.
Kant explica que el conocer recorre dos caminos, que se relacionan con la capacidad que el sujeto tiene para “construir” sus representaciones (la “receptividad”), y para conocer un objeto a través de tales representaciones; por el primer camino se nos “da” un objeto y a través del segundo lo pensamos. Entender es, para Kant, la capacidad espontánea e inmediata del sujeto para producir en su cabeza dichas representaciones en su mente, y entenderlas debidamente. En este sentido Kant distingue entre lógica trascendental -que es la que él busca desplegar-  de la lógica general que busca establecer las reglas del pensamiento en general. Se puede concluir, entonces, que  la lógica no arroja nada sobre el contenido del conocimiento sino más bien sobre las condiciones en las que conocemos y que son indiferentes al objeto en sí.

El capítulo del análisis que incluye la Crítica de la razón pura ofrece la descomposición de la actividad del conocer, para procurar la distinción del entendimiento puro con respecto a la sensibilidad, y la enumeración de las reglas básicas mediante las cuales un sujeto conoce un objeto determinado de la experiencia. De acuerdo con Kant la descomposición de los contenidos del conocimiento es una capacidad del entendimiento mismo.

Kant ofrece una definición de los que denomina “elementos a priori”, aquellos que permiten al hombre “entender” los objetos dados por la intuición, es decir los sentidos. Estos elementos son el espacio y el tiempo. Así, y asimismo, para, como situados en lugares diversos, Es necesario, pues, que tengamos "antes" la representación del espacio como base de las intuiciones para que las sensaciones puedan referirse a los objetos externos -aquellas “cosas” que ocupan un lugar distinto del nuestro- así como para poder entender los objetos como exteriores los unos a los otros. El tiempo es entonces y de manera evidente una intuición pura que es imposible derivar de la relación de los fenómenos capturados por la experiencia, necesariamente debe ser pensada como un “antes”, una condición  para que la experiencia fenoménica sea posible. En síntesis: a representación del espacio no es un producto de la experiencia sino una condición de posibilidad que sirve de base a todas las intuiciones externas, es la condición de posibilidad (de existencia) de los fenómenos.
El espacio involucra una idealidad trascendental: es una pura forma que prescinde de lo sensible, y una realidad empírica en la que los fenómenos intuidos adquieren su carácter objetivo.

El tiempo, al igual que el espacio, es una forma pura de la intuición sensible. Constituye a la vez los modos del “sentido interno”, es decir la capacidad que los sujetos tienen de intuirse a sí mismos en el tiempo. El tiempo da validez objetiva a  los fenómenos pues posibilita que sean percibidos por el sujeto desde su entendimiento. Poe esta vía Kant deduce que es posible pensar objetos que no estén dados en el espacio pero no es posible pensar objetos que no sean en el tiempo. El tiempo es “real” como  parte de la intuición interna y es “realidad subjetiva” pues posibilita al sujeto pensarse a si mismo como objeto en el tiempo.
Para Kant, en conclusión, es imposible que los fenómenos existan por sí mismos: toda realidad empírica se valida como algo real en tanto esta es intuida por el sujeto. El espacio y el tiempo son también condiciones inherentes al sujeto que intuye; no se podrían “recibir” o “concebir” representaciones sin estas dimensiones.
Cuando los hombres proyectamos hacia el exterior lo que denominamos extensión, o cuando, pensándonos a nosotros mismos o buscando un orden para la heterogeneidad del mundo hablamos de duración, en verdad estamos moldeando a los fenómenos gracias a “algo” que no les pertenece, algo puramente subjetivo, una forma, una condición previa de nuestra sensibilidad. Se podría agregar, por otra parte, que todo aquello que de corriente se denomina  “corporal” no va más allá de la representación interna, aunque lo consideremos como externo. Se trata de una pocas frases que buscan, casi como ejemplos o ilustraciones, mostrar cabía dónde se orienta la arquitectura metafísica elaborada por Kant para dar cuenta de los fundamentos activos del conocimiento humano.
Una de las “ramas” principales, al menos a los fines de este escrito, de la corriente neokantiana estuvo constituida por la llamada Escuela de Marburgo, que fijó su interés principalmente en las cuestiones epistemológicas. Estuvo integrada por Hermann Cohen, Paul Natorp, Karl Vorländer y Ernst Cassirer, entre sus figuras más destacadas. Estos pensadores compartieron el esfuerzo teórico y argumentativo por desarrollar teorías del conocimiento fundamentadas a partir de la propia estructura del intelecto. ¿En qué consiste la actividad principal del conocimiento human? Pues en categorizar, es decir, “poner en categorías” los objetos del conocimiento -que no significa otra cosa que crearlos, construirlos-. Si hay algo así como el ser-en-sí, pues está queda absolutamente fuera del proceso del conocer.
Para los miembros de la Escuela de Malburgo las ciencias brindaban los ejemplos más claros e incuestionables de la existencia de las categorías apriorísticas y el punto, según su consideración,  era ya tan evidente a esta altura de la historia de los hombres que ni siquiera merecía ser discutido.
De algún modo el proyecto del neokantismo se resume en una suerte de “vuelta al sujeto” y el modo en que se relacionan pensamiento y mundo, aunque no desde una perspectiva abstracta general sino más bien inspirándose y buscando apoyo en los resultados provenientes de la fisiología. Es en ese sentido particularmente importante la obra de Hermann von Helmhotz (1821-1894).
Helmotz, médico y científico, trató de cimentar las investigaciones empíricas que permitieran establecer y proporcionar las restricciones estructurales -los “filtros” de mundo- de los sentidos de los hombres. A partir de sus estudios sobre el funcionamiento del ojo humano, en 1851 inventó el oftalmoscopio. Los intereses de Helmholtz en este tiempo se fueron focalizando cada vez más en la fisiología de los sentidos; su principal publicación fue un Manual de óptica fisiológica, donde se intenta dar cuenta, a partir de investigaciones empíricas, de los modos en que la visión registra formas y colores. Durante mucho tiempo esta obra fue considerada referencia fundamental y algunos artículos aseguran que incluso llegó a influir en la escuela de la Gestalt.
En el desarrollo experimental de ciertos aspectos de la física supo inventar un famoso “resonador”, que lleva su apellido; un aparato que permite analizar las combinaciones de tonos que generan sonidos naturales complejos. De hecho, y así figura en muchas publicaciones casi como una curiosidad en la página de los “precursores”, se trata de un instrumento musical electrónico primitivo aunque no nació como tal y es claro que su “inventor” carecía de cualquier interés en sus derivaciones estéticas. Se podría aquí acotar que en 1863 Helmholtz publicó Sobre las sensaciones de tono como base fisiológica para la teoría de la música; el libro se centraba precisamente en la física de la percepción, y fue una fuerte influencia para diversos estudios sobre música posteriores.
Wilhelm Wundt (1832-1920), discípulo de Helmholtz, fue uno de los fundadores de la psicología experimental. Basándose en la fisiología sensorial de Helmholtz, Wundt desarrolló su búsqueda como una forma de filosofía empírica y, principalmente, un estudio de la mente como algo separado, o sea en tanto “objeto”. Para Wundt, por consiguiente, no existe algo así como el “espíritu humano” y sus explicaciones psicológicas tentaron siempre y con exclusividad un camino biológico.
Por que si bien es cierto que el neokantismo se desarrolló en parte en polémica con el positivismo, a partir de lo que consideraba una insuficiencia de su concepto de ciencia, la evidencia indica que en varios de sus miembros a veces es difícil establecer separación nítida entre una corriente y la otra. Se puede sintetizar que, de acuerdo con los neokantianos, el  método de las ciencias naturales da un conocimiento parcial, dado que focaliza sólo aquellos fenómenos que se repiten; los biólogos, pues, pueden  considerar a su objeto de estudio libre de valores y de sentido, algo imposible para las ciencias de la cultura, que refieren su objeto a valores y por tanto tienen sentido.

También se podría citar aquí como ilustración a Gustav Fechner (1801-1887) quien, siguiendo la misma mezcla de ciencia y filosofía que Helmholtz, se orientó hacia la utilización de la teoría del conocimiento elaborada por el autor de la Crítica de la razón pura con el objetivo de enfatizar la certeza de que es imposible concebir la acción de conocer sino es de una manera mediada y “deformada” por las propiedades del aparato cognitivo humano.
Por este camino tanto para Helmhotz como para Fechner, así como para otros miembros de la escuela neokantiana, ya no tenía sentido mantener la idea de la “cosa en sí” (nóumeno) de Kant; consideraban que no había fundamento real para sostener la existencia de ese “algo” como mera conjetura indemostrable, y aseguraban que la teoría del conocimiento kantiana ganaba en solidez sin ella. La “cosa en sí” kantiana era más bien un  requisito lógico, un “concepto límite”, para explicar la aparición de los fenómenos, pero, de acuerdo con estos pensadores, su pérdida no suponía un debilitamiento de la epistemología de base kantiana, sino que, por el contrario, convocaba a los propios científicos a que “llenaran” ese vacío a través de la praxis de investigación.

La Escuela de Marburgo

Hermann Cohen (1842-1918) es pieza importante de lo que rotula como “segunda etapa”, la Escuela de Marburgo o período filosófico (el mencionado anteriormente sería el “fisiológico”) del neokantismo. Sus libros Teoría sobre el conocimiento empírico (1871), La lógica del conocimiento puro (1902) y Sistema de filosofía (1902-1906) brindan agudas y meticulosas interpretaciones de la lógica trascendental kantiana. Cohen revisa y amplifica centralmente el fundamento trascendental planteado Kant, es decir que los objetos no son “reales” y cognoscibles en sí mismos, sino a partir de someterse a las condiciones a priori del sujeto. Partiendo de este fundamento Cohen revisa también las versiones del trascendentalismo acuñadas por Johann Fichte (1762-1814; su primera publicación Intento de crítica de toda revelación, de 1792, vio la luz de manera anónima y a partir de la gestión que el propio Kant hizo con un editor) para definir su idealismo metafísico del Yo y del No-Yo, Friedrich Schelling (1775-1854; en 1803 publica su obra mayor, el Sistema del idealismo trascendental, volumen en que se aleja de sus preocupaciones juveniles dedicadas a la naturaleza y que mostraban el impacto del ideario romántico, por una especulación más elaborada y madura orientada hacia el yo) e incluso Arthur Schopenhauer (1788-1806; El mundo como voluntad y representación es de 1818) quien utilizó el adjetivo “trascendental” para designar a la conciencia de las cosas en tanto representaciones antes que a la reflexión dirigida a las cosas en sí, y supo afirmar que su estudio había sido concebido esencialmente como un "pensar hasta el final" la filosofía de Kant.
Si bien no del todo en el propio Cohen, en “discípulos” kantianos de otros sitios del mundo, como el estadounidense Ralph Emerson, la vía del “trascendentalismo” fue adquiriendo un carácter antes religioso que lógico.

Paul Natorp (1854-1924) fue esencialmente un pedagogo y una suerte de “socialista no marxista” que intentó sistematizar los diversos aspectos del pensamiento kantiano en un todo único y orgánico. En uno de sus libros más renombrados, La doctrina platónica de las ideas (1903), Natorp define a las ideas como el objeto del pensamiento puro, e indica que el fundamento de la ciencia sólo puede provenir de las funciones cognoscitivas propias del sujeto. La dimensión del conocer de alguna manera resume para este pensador las diversas dimensiones del ser humano conocimiento; por tanto, a la ciencia. En Natorp puede verse con claridad, tal vez de manera más evidente que en otros “neokantianos”, la polémica que intenta establecerse en relación a la categoría de la “objetividad”; para ellos se trata de describir, analizar y comprender la objetividad como un proceso del pensamiento humano antes que en términos empíricos. Al respecto Natorp supo afirmar que entendía a la ciencia como la conciencia determinada con fundamento.

La biosemiótica de Jakob von Uexküll

Pero llegamos finalmente a la figura que, dentro de esta escuela, interesa aquí destacar en relación con la importancia que su pensamiento tiene en el siglo veinte para la consideración del hombre como “animal simbólico” y de cara a los diversos desarrollos contemporáneos de un saber semiótico. Ernest Cassirer (1874-1945), quien se doctoró bajo la dirección de Natorp, tomará a la cultura humana como objeto de reflexión, entendida está como un conjunto de sistemas simbólicos que los hombres han ido construyendo a lo largo de los siglos. Su obra mayor se llama Filosofía de las formas simbólicas, tres volúmenes que publicó originalmente entre 1923 y 1929.
En Un ensayo sobre el hombre, texto de 1944, Cassirer escribió: “El hombre descubrió, por así decirlo, un nuevo método de adaptación a su propio entorno. Entre el sistema receptor y el efector del sistema, que se encuentran en todas las especies animales, se encuentra en el hombre un tercer enlace que es posible describir como el sistema simbólico. Esta adquisición transforma la totalidad de la vida humana. En comparación con los demás animales el hombre vive no sólo en una realidad más amplia; él vive, por así decirlo, en una otra dimensión de la realidad”.

Con el avance del nazismo Cassirer debió abandonar la Europa continental y su carrera profesional continuó en los países anglosajones. Como en esas tierras no se conocían sus ideas en 1945 se publicó una suerte de resumen de la Filosofía de las formas simbólicas con el nombre de Antropología filosófica. En el prólogo de este volumen Cassirer subraya que la reflexión rigurosa sobre el hombre y su cultura no puede basarse en una especulación general y abstracta sino que debe encontrar su fundamento en el hombre mismo.
Realiza entonces una suerte de paralelo en el saber de la biología y el de la filosofía que le posibilitara extraer algunas conclusiones centrales para su teoría. Cassirer menciona a Jakob von Uexküll (1864-1944, quien, señala, ha desarrollado un nuevo esquema general de investigación biológica. Indica que la base filosófica que anima el trabajo de Uexküll es la del idealismo fenomenológico, pero de una especie que se las arregla para escapar a las consideraciones para poyarse en principios empíricos.

La obra de Uexküll proporciona una imagen perfecta del mundo interno y externo de los seres vivos. Sus investigaciones comenzaron con el estudio de los organismos inferiores y de a poco se extendieron a todas las formas de la vida orgánica. Cassirer afirma que Uexküll se niega clasificar la vida en formas inferiores o superiores: la vida es “perfecta”, tanto en sus formas más simples como en las más complejas. Hasta el organismo más pequeño vive y se reproduce de manera perfectamente coordinada con su entorno, con su medio ambiente. Cada estructura anatómica determina dos sistemas orgánicos: uno "receptor" y otro "efector"; la cooperación y el equilibrio de estos dos sistemas son indispensables para vivir. A través del sistema receptor el organismo recoge los estímulos externos y mediante el efector reacciona frente a ellos, es por demás evidente, entonces, que sus funciones estarán siempre estrecha y necesariamente entrelazadas en lo que Uexküll bautizó "círculo funcional".
De allí se desprende el concepto más notable propuesto por este biólogo nacido en Estonia, el de Umwelt, es decir la relación que se establece entre la “percepción subjetiva” y el medio natural al que ésta se encuentra fusionado. Siguiendo esta línea de investigación, en 192, fundó en la Universidad de Hamburgo el Institut für Umweltforschung (Instituto de Investigación sobre el Entorno).

En un texto de divulgación bastante curioso que escribió en 1929 y dedicó a su esposa, las Cartas biológicas a una dama, Uexküll escribió (de acuerdo a la traducción que Manuel García Morente realizó cinco años más tarde para la Revista de Occidente dirigida por José Ortega y Gasset):

Los hermosos trabajos de Fabré nos han dado a conocer muy bien la serie de actos que ejecuta la avispa sfex en la crianza de sus pequeños. El sfex arrastra su presa, paralizada, a la cueva que él mismo ha cavado y en donde se encuentra su prole. Fabré consiguió demostrar que la serie de los actos obedece a una serie de notas características para el sfex, y queda interrumpida tan pronto como se elimina una nota necesaria. En este caso, la oscuridad de la cueva es un miembro necesario en la serie de las notas. Si se elimina poniendo la cueva al descubierto, el sfex pierde su orientación, siempre segurísima; corre entonces con su presa, desconcertado, de acá para allá, pisoteando sin reparo su propia prole.
Estos ejemplos nos hacen ver claramente que en los mundos circundantes de la mayor parte de los animales no aparece nunca más que una nota en un momento, y que la sucesión de las notas está determinada por una regla interior.

Algunos historiadores denominan biosemiótica a los estudios  de Uexküll, otros lo consideran, en una apreciación similar, precursor de la etología y de la biocibernética.
Con una perspectiva absolutamente pionera  Urexküll sostiene que eso que se suele llamar la “realidad” debe ser considerado una construcción que cada especie realiza sobre la base de la percepción del mundo que le procuran sus esquemas biológicos, o sea aquellos que alimentan y dan forma a las relaciones entre la subjetividad perceptiva y el hábitat circundante. Así, el entorno crea las condiciones de la construcción de la realidad en los términos del universo  subjetivo que cada organismo desarrolla en la proporción de ciertas determinaciones biológicas.
Uexküll dedicó su vida a estudiar a los seres vivos y su interacción en la formación de grupos  organizados, una de cuyas tareas básicas es la de “ordenar” lo existente según una determinada escala de percepción e interacción. De tal acción resulta que la verdad es una expresión subjetiva que cada ser construye a partir de su percepción de la realidad, una construcción que sólo es posible a partir de los signos. La ausencia de signos es inconcebible, puesto que supondría la imposibilidad de surtido, el caos; los signos son la precondición para que “exista” eso que de común se denomina “realidad”. La fuerza adaptativa y evolutiva de los seres vivos se nutre, pues,  de su capacidad de interpretación del entorno y determina la amplitud de sus mecanismos, opciones y posibilidades de supervivencia.
De alguna manera puede decirse que las líneas anteriores resumen e intentan traducir la versión constructivista que Uexküll ofrece de la teoría darwiniana de la selección natural.
Desde esta perspectiva los lenguajes deben ser entendidos como una creación colectiva de las especies más avanzadas en la búsqueda por ajustar y enriquecer su relación con el medio ambiente. Por este camino se puede vincular la descendencia que las ideas de Uexküll han tenido dentro de lo que aquí se denomina de manera general “biosemiótica” con las propuestas pragmáticas de tradición estadounidense de Charles Peirce y Charles Morris, para quienes el sentido está atado al uso.

De acuerdo con Alexei Sharov:

El tema de la biosemiótica, una nueva rama interdisciplinaria de la ciencia, es investigar la naturaleza biológica de los signos y la base semiótica de la biología. La información es considerada un micro-estado de un sistema que afecta las elecciones posibles de trayectoria en un cierto punto de bifurcación. El sentido de la información involucra dos dimensiones: significado y valor. El significado es entendido como un conjunto de posibilidades y limitaciones que brinda la información acerca de los caminos que podrán ser seguidos como conductas; el valor se mide en relación a la contribución que realiza la información acerca del sostenimiento y reproducción del sistema. Tanto el significado como el valor son tomadas en el nivel material como en el ideal. La evolución del sentido se juzga a partir de su extensión en el tiempo y el espacio, y la complejización de su estructura. Un provceso que se ha movido gradualmente desde los sistemas pre-biológicos hasta llegar al hombre.

(“Biosemiotics: Functional-Evolutionary Approach to the Analysis of the Sense of the Information”, en  T.A.Sebeok and J. Umiker-Sebeok -eds.-, Biosemiotics. The Semiotic Web 1991. Mouton de Gruyter, New York, 1992, pp. 345-373)

El especialista Kalevi Kull, por su parte, ubica a la biosemiótica dentro de lo que denomina el “giro cognitivista” que se habría producido en las últimas décadas y que va a afectar a la biología; la biología teórica podrá devenir en una suerte de “biología filosófica”.

Como sea, la cuestión, acerca de si se trata de una crisis epistemológica en el interior de la biología que espera a ser resuelta, o es más bien una crisis en la biología teórica y la teoría de la evolución, está abierta. La biosemiótica propone su camino y la renovación de la biología a través del paradigma semiótico.
En cualquier caso se trata de una perspectiva y un acercamiento que deben ser cuidadosamente analizados. En el interés de un punto de vista más amplio, parce razonable hacerlo mientras se consideran al mismo tiempo las nociones provenientes de la biología teórica. Por ejemplo, Robert Rossen ha dicho que “la razón básica que explica por qué es tan difícil hacer biología” es que “estamos pobremente equipados”.

(“On Semiosis, Umwelt, and Semiosphere”, en  Semiotica, vol. 120, 3/4, 1998, pp. 299-310)

Como puede verse en el título mismo de su artículo, Kull, miembro del Departamento de Semiótica de la Universidad de Tartu, vincula su reflexión acerca de la biosemiótica con el concepto de semioesfera que ha sido popularizado por los escritos de Jurij Lotman.

Por su parte, Sebeok ha escrito:

La distinción inicial entre objeto (O) y el signo (S) suscita profundas cuestiones sobre la anatomía de la realidad, e incluso sobre su mera existencia, pero no hay nada que aproxime a un consenso sobre estos enigmas a los físicos, dejando, de esta forma, solos a los filósofos. Una implicación obvia de esta postulada dualidad es el hecho de que la semiosis requiere como mínimo dos actores: el observador y el observado. Nuestra intuición de la realidad es consecuencia de una interacción mutua entre ambos: el mundo privado de sensaciones elementales de Jakob von Uexküll (Merkzeichen, "signos perceptuales") asociado a sus transformaciones significativas en impulsos activos (Wirkzeichen, "signos operativos") y el mundo fenomenal (Umwelt), es decir, el mundo subjetivo que cada animal presenta como modelo de su entorno "verdadero" (Natur, "realidad") que únicamente se revela a sí mismo a través de signos. Las reglas y leyes a las que aquellos procesos relacionados con el signo -a saber, la semiosis- están sujetos, constituyen las únicas leyes auténticas de la naturaleza. "Así como la actividad de nuestra mente es el único fragmento de la realidad conocida por nosotros", argumentaba en su gran trabajo, Theoretical Biology, "sus leyes son las únicas que tienen el derecho a ser llamadas leyes de la naturaleza" (Uexküll 1973 [1928], pág. 40)

(Signos: una introducción a la semiótica, Barcelona, Paidós, 1996, traducción de Pilar Torres Franco),

párrafo donde queda claro la intención de acercar la semiótica a la biología, en el intento de “mezclar” la tradición proveniente de Uexküll con la perspectiva fundada por Charles Peirce, una síntesis que ha animado buena parte de Thomas Sebeok, investigador nacido en 1920 en Hungría, emigrado en 1936 a los Estados Unidos, donde desarrolló una fértil carrera dentro del área de la semiótica hasta su muerte en 2002, y a quien corresponde el honor y mérito de haber editado las actas del célebre congreso académico sobre el estilo celebrado en Bloomington, Indiana, en 1958, que volvió famosa la conferencia de Roman Jakobson sobre “Lingüística y poética”, texto clave de la teoría de la literatura que se desarrolló de manera avasalladora sobre la segunda mitad del siglo veinte. Sebeok, precisamente, fue discípulo directo del lingüista ruso Jakobson (1896-1982; miembro fundador del Círculo de Lingüística de Moscú en 1915, la afamada antología que recoge sus Ensayos de lingüística general se publicó en París en 1963) y del conductista norteamericano Charles Morris (1901-1979), cuya obra Fundamentos de la teoría de los signos, de 1938, es considerado por muchos historiadores como el primer proyecto de una semiótica completa, que reúna e integre sus diferentes áreas que, siguiendo la inspiración peirciena, son la gramática, la semántica y la pragmática.

Ernst Cassirer y el símbolo

¿Es posible emplear el esquema propuesto por Uexküll para una descripción y caracterización del mundo humano? Es obvio que este mundo no constituye una excepción de esas leyes biológicas que gobiernan la vida de todos los demás organismos. Sin embargo, en el mundo humano encontramos una característica nueva que parece constituir la marca distintiva de la vida del hombre. Su círculo funcional no sólo se ha ampliado cuantitativamente sino que ha sufrido también un cambio cualitativo. El hombre, como si dijéramos, ha descubierto un nuevo método para adaptarse a su ambiente. Entre el sistema receptor y el efector, que se encuentran en todas las especies animales, hallamos en él como eslabón intermedio algo que podemos señalar como sistema "simbólico". Esta nueva adquisición transforma la totalidad de la vida humana. Comparado con los demás animales el hombre no sólo vive en una realidad más amplia sino, por decirlo así, en una nueva dimensión de la realidad,

Sostiene Enrst Cassirer en el capítulo denominado “Una clave de la naturaleza del hombre: el símbolo” de su Antropología filosófica. Introducción a una filosofía de la cultura (México, Fondo de Cultura Económica, 1945, traducción de Eugenio Ímaz. Se trata de la versión española de su Essay on Man, de 1944). Como puede verse en el título del aparatado, el filósofo alemán busca tratar en la dimensión de una paradoja los términos “naturaleza” y “símbolo”. Es decir que buscaba afirmar por esta vía retórica que lo “natural” del hombre es el símbolo, creación obviamente “artificial”.
Las respuestas que los animales ofrecen frente a los estímulos del medio ambiente son orgánicas, inmediatas, mientras que las reacciones humanas son más lentas, están “retardadas”, precisamente, por los procesos del pensamiento. La raza humana, explica Cassirer, para bien o para mal no vive en un universo físico sino en un  universo simbólico.
Fatalmente el hombre ya no puede enfrentarse con la realidad “cara a cara”, sino que lo hace a través de esos velos que sobre el mundo depositan la religión, la ciencia, el arte, el “sentido común”.
En una muy linda metáfora Cassirer afirma que el hombre queriendo tratar con la naturaleza termina conversando consigo mismo. En consecuencia casi podría expresarse con un cálculo matemático la fórmula que vincula de manera directamente proporcional la mayor actividad simbólica por parte del hombre con un “retiro” cada vez mayor del mundo.

"Lo que perturba y alarma al hombre -dice Epicteto- no son las cosas sino sus opiniones y figuraciones sobre las cosas", cita Cassirer.

Sin embargo, Cassirer no olvida a Aristóteles, muy por el contrario. Reafirma la célebre frase del filósofo griego clásico que sostenía el carácter de “animal racional” de hombre; la naturaleza simbólica humana no niega la razón sino que la firma y, de alguna manera, la continúa y despliega. De cualquier manera se debe hacer la siguiente aclaración:

Los grandes pensadores que definieron al hombre como animal racional no eran empiristas ni trataron nunca de proporcionar una noción empírica de la naturaleza humana. Con esta definición expresaban, más bien, un imperativo ético fundamental. La razón es un término verdaderamente inadecuado para abarcar las formas de la vida cultural humana en toda su riqueza y diversidad.

Es decir, en consecuencia, que la definición cassireana de “el hombre es un animal simbólico” contiene y a la vez se ofrece como superación de la célebre “el hombre es un animal racional”, supone también la corrección de una cierta manera “idealista” de proponer la racionalidad del ser humano.

Para Cassirer el pensamiento y la conducta simbólicos constituyen los rasgos más característicos de la vida humana y son de imprescindible consideración para comprender la cultura y su desarrollo. Ahora bien, ¿el símbolo es privativo del hombre? Para ensayar una respuesta Cassirer toma los experimentos de Iván Pávlov que, asegura,  brindan pruebas empíricas en  lo que se refiere a los estímulos llamados "representativos". También revisa las investigaciones de Wolfe tendientes a determinar comportamientos simbólicos en los monos, a partir de su capacidad para sustituir el estímulo directo de los alimentos por el reconocimiento de señales de sustitución, y que se pueden juzgar como antecedentes del comportamiento humano. Llega así a una primera conclusión:

Recientemente, George Révész ha publicado una serie de artículos en los que parte de la proposición de que la cuestión, tan apasionadamente debatida, del llamado "lenguaje animal" no puede ser resuelta sobre la base de meros hechos de psicología animal. Quien examine las diferentes tesis y teorías psicológicas con una mente crítica y limpia de prejuicios, tiene que llegar a la conclusión de que no es posible esclarecer el problema refiriéndolo sencillamente a las formas de la comunicación animal y a ciertas demostraciones obtenidas mediante la domesticación y el aprendizaje. Todas ellas admiten las interpretaciones más contradictorias. Por eso es necesario, ante todo, encontrar un punto de partida lógicamente correcto que nos pueda conducir a una interpretación natural y sana de los hechos empíricos. El punto de partida lo representa la determinación conceptual del lenguaje.

A partir de allí Cassirer revisa el carácter emotivo, que considera la base e impulso básico del lenguaje humano, hasta llegar hasta su componente conceptual, aquel que se expresa de alguna manera en sus complejos morfologías, sintaxis y nivel semántico. Tras citar la función de “descripción” de la lengua definida por Karl Bühler, Cassirer establece una contraposición entre el lenguaje expresivo y el lenguaje proposicional. El primero puede ser, aunque más no sea parcialmente, compartido por los animales; el segundo es exclusivo de la comunidad de los hombres. Una definición clara del concepto de lenguaje, por lo tanto, posibilita relativizar todas las observaciones que se puedan hacer alrededor de la comunicación animal y sus soportes, y explica además por qué es imposible pensar a los animales en términos de desarrollo cultural de algún tipo. Los animales son seres prelingüísticos.
Es en esta dirección que el neokantiano Cassirer, en cierto modo a la manera hegeliana aunque intentando expurgar a tal perspectiva de su “objetivismo”, se lanza a explicar la cultura humana y el desarrollo evolutivo de sus formas simbólicas clásicas.
Establece una distinción entre símbolo y signo, entendiendo a este como señal. Un gato o un perro son capaces de “apreciar” gestos, modulaciones de la voz y datos de las conductas de sus dueños, pero tal capacidad está lejos del umbral de cualquier capacidad simbólica. De acuerdo con Cassirer, todos esos ejemplos que habitualmente se brindan para ilustrar los “reflejos condicionados” se encuentran en las antípodas del pensamiento simbólico. Las señales pertenecen al mundo físico, mientras que los símbolos son parte del universo del sentido; la comprensión es el opuesto de la mera “reacción”. Escribió Cassirer:

Si entendemos por inteligencia la adaptación al medio ambiente o la modificación adaptadora del ambiente tendremos que atribuir al animal una inteligencia relativamente muy desarrollada. También hay que reconocer que no todas las acciones animales se hallan gobernadas por la presencia de un estímulo inmediato. El animal es capaz de toda suerte de rodeos en sus reacciones. No sólo puede aprender el uso de instrumentos sino inventar instrumentos para sus propósitos. Por eso, algunos psicobiólogos no dudan en hablar de una imaginación creadora o constructiva de los animales. Pero ni esta inteligencia ni esta imaginación son del tipo específicamente humano. En resumen podemos decir que el animal posee una imaginación y una inteligencia prácticas, mientras que sólo el hombre ha desarrollado una nueva fórmula: inteligencia e imaginación simbólicas.

El salto de una acción únicamente e inmediatamente práctica a una conducta simbólica supone necesariamente un largo desarrollo; ese proceso de constitución de siglos es precisamente la cultura.
Esta actividad de construcción simbólica del propio yo, de la especie y del entorno encuentra para Cassirer un punto particularmente destacado -como no podía ser de otra manera de un neo-kantiano- en las categorías del tiempo y del espacio. El constituido por el hombre no es simplemente un “espacio de la acción”, se trata de un “espacio simbólico”, ese espacio como abstracción que la mente humana ha intentado capturar desde Platón hasta Isaac Newton.
Otro tanto acontece con el tiempo. Cassirer menciona aquella conocida sentencia del filósofo Liebniz de que el presente está cargado de pasado y preñado de lo porvenir para afirmar que resulta imposible conocer el estado “actual” de cualquier organismo sin proyectarlo sobre su pasado y dar cuenta de su futuro, en ese sentido el presente no es más que un punto de pasaje.
Cassirer señala que algunos investigadores han apuntado que la mneme debe ser considerada como un rasgo de toda materia orgánica; sin embargo, la memoria humana tiene un carácter muy diferente y específico. Esto es así en tanto y en cuanto no se trata en el caso humano del mero recuerdo, en cuanto repetición, de la experiencia ya vivida, sino en un complejo trabajo psicológico de selección, comprensión y síntesis simbólica. Cassirer cita el libro Materia y memoria del filósofo vitalista francés Henri Bergson para apoyar su crítica a una versión pobremente mecánica de la memoria.
En lugar del adjetivo constructivo o constructivista Cassirer prefiere relacional: el pensamiento simbólico es, precisamente, un pensamiento relacional, es decir que opera sobre las formas abstractas antes que sobre los contenidos inmediatos y ocasionales. El autor de la Antropología filosófica cita los descubrimientos de la psicología de la Gestalt para apoyar sus aseveraciones sobre este punto. Los “gestálticos” han dejado una gran cantidad de trabajos experimentales que demuestran hasta qué punto incluso el más sencillo proceso perceptivo envuelve elementos estructurales, pautas o configuraciones generativas. Esta corriente demostró experimentalmente la presencia de estos elementos estructurales de naturaleza óptica incluso en especies animales inferiores; lo que caracteriza al hombre -y al respecto Cassirer cita a Platón y las consideraciones que los pensadores griegos clásicos dedicaron a materias como la matemática y la geometría- es la organización mental de estructuras abstractas, es decir un tipo particular de pensamiento relacional que es completamente ajeno a los animales. Una capacidad que sería imposible sin la adquisición del lenguaje.

El lenguaje no es un objeto, no es una cosa física para la cual tengamos que buscar una causa natural o sobrenatural; es un proceso, una función general de la psique humana. (…)  el lenguaje no es una creación artificial de la razón ni tampoco puede explicarse por un mecanismo especial de asociación. En su intento para establecer la naturaleza del lenguaje pone todo el acento en lo que llama reflexión. Reflexión o pensamiento reflexivo es aquella capacidad del hombre que consiste en destacar de toda la masa indiscriminada del curso de los fenómenos sensibles fluyentes ciertos elementos fijos, al efecto de aislarlos y concentrar la atención sobre ellos.

Esta definición de la naturaleza y la función del lenguaje humano pertenecen a Johann Gottfried von Herder (1744-1803), el pensador preromántico alemán a quien Cassirer cita dado que considera el primero en destacar la importancia del lenguaje en la definición del hombre mismo y su relación con todo lo existente, en textos como su Ensayo sobre el origen de la lengua (original de 1770, publicado dos años más tarde) que fue escrito como respuesta a una pregunta planteada por la Academia de las Ciencias de Berlín; en otros de corte didáctico, como las Cartas sobre el progreso del hombre (1793-1797), y sobre todo en su obra más importante, los cuatro volúmenes del estudio Ideas para una filosofía de la historia de la humanidad (1784-1791).
Herder dio cuenta del fenómeno con una terminología psicológica propia del siglo XVIII, con la retórica de las metáforas  y un espíritu entre ensayístico y poético, sostiene Cassirer, pero tiene el mérito de haber anticipado de manera especulativa asertos que la ciencia experimental del siglo veinte avanzado no haría sino confirmar con solidez, como es posible observar, por ejemplo, en los estudios sobre aquellas personas a las que accidente de algún tipo o enfermedad les produce lesiones cerebrales se puede observar cómo ven alterada su capacidad de lenguaje y con ello el conjunto de sus conductas y temperamento.
Sin el pensamiento simbólico, concluye Cassirer, los hombres permanecerían en la oscura caverna imaginada hace siglos por Platón.

Cassirer sostiene que la distinción entre realidad y posibilidad sólo es dada en relación a un pensar simbólico, y por lo tanto una capacidad exclusiva de los hombres. Se trata de una distinción no metafísica sino principalmente epistemológica, dado que remite no a las “cosas” sino al pensamiento que sobre ellas se deposita y desarrolla. Para los hombres no hay una diferencia verdadera entre pensamiento y realidad, dado que todo lo concebible por serlo es o podrá ser existente. En este sentido, menciona Cassirer, Kant recurrió al símil de un Dios creador depositario lógico de una “intuición originaria” o “intelección arquetípica: trataba no de predicar la existencia de algo de naturaleza supranatural o divina sino de encontrar una figura adecuada para ilustrar la capacidad ilimitada del intelecto humano.
Si se analiza la sencilla en una primera consideración pero verdaderamente dificultosa a la hora de su interpretación profunda sentencia de Kant que señala que “los conceptos sin las intuiciones son vacíos” y “las intuiciones sin los conceptos son ciegas” se debe volver a la estimación de la diferencia y complementariedad entre posible y real. Cassirer propone una pequeña “traducción”: Kant sostenía en la Crítica del juicio que el intelecto humano tiene necesidad de “imágenes”, Cassirer propone cambiar el término por el de símbolos.
El símbolo conduce necesariamente a la reflexión acerca de la distancia entre real y posible, entre real e ideal, entre actual y potencial o futuro, ser y sentido.
En contra de los empiristas y los positivistas que no se han cansado de proclamar la relación que el conocer humano tiene con los hechos, una verdadera y profunda teoría del conocimiento muestra hasta qué punto la ciencia se relaciona con la teoría, las hipótesis, los símbolos. De acuerdo con Cassirer, la historia de la ciencia desde la aparición de las matemáticas hasta las audaces figuraciones de Galileo Galilei son una demostración de la capacidad del pensamiento simbólico.
El pensador francés Hippolyte Taine (1828-1893), recuerda Cassirer, en los dos volúmenes de su obra de 1870 acerca De la inteligencia, desarrolló lo que consideraba la base psicológica de su teoría general de la cultura humana. Según este fundador de la corriente naturalista, lo que comúnmente se denomina “comportamiento inteligente” no constituye un principio especial o destacado de la naturaleza humana, puesto que no se trata más que una forma de mayor refinamiento y complejidad del mismo mecanismo y automatismo asociativo que encontramos en todas las reacciones animales. Si se aceptamos esta aseveración, dice Cassirer, la diferencia entre inteligencia e instinto se torna de grado y no cualitativa, por lo tanto el concepto de inteligencia se vuelve inútil, carente sin sentido. “Inteligir” supone necesariamente el carácter relacional, propio del lenguaje, que ya se mencionó más arriba.

Es particularmente interesante señalar hasta dónde llevan las deducciones que Cassirer establece en relación con el lenguaje humano y que lo llevan a repasar el pensamiento sobre la lengua que se ha desplegado desde los filósofos llamas “presocrátcos” hasta las búsquedas científicas que eran contemporáneas al desarrollo de su pensamiento como el caso del norteamericano Leonard Bloomfield), fundamentalmente la obra de Wilhelm von Humboldt (1767-1835; fundador de la Universidad de Berlín y autor de Sobre la lingüística comparativa en relación a las diferentes épocas del desarrollo lingüístico, de 1820) que considera una suerte de culminación. A partir de la consideración de ésta, para calificar la necesidad epistemológica de estudiar a la lengua como un todo integrado y no como una simple sumatoria de términos sueltos, Cassirer utiliza la calificación de estructuralismo:

La obra de Humboldt representó algo más que un progreso notable en el pensamiento lingüístico; significó también una nueva época en la historia de la filosofía del lenguaje. No era un académico especializado en fenómenos lingüísticos particulares ni un metafísico como Schelling o Hegel. Siguió el método crítico de Kant sin caer en especulaciones acerca de la esencia o el origen del lenguaje; el último problema ni siquiera está mencionado en su obra; lo que ocupa el primer plano son los problemas estructurales. Hoy se admite, generalmente, que estos problemas no pueden ser resueltos por métodos históricos exclusivamente. Conocedores de diferentes escuelas y que trabajan en campos diversos concuerdan en subrayar el hecho de que no puede hacerse superflua la lingüística descriptiva en gracia de la lingüística histórica, pues esta última tiene que basarse siempre en la descripción de aquellas etapas del desenvolvimiento del lenguaje que nos son directamente accesibles. Desde el punto de vista de la historia general de las ideas, es muy notable el hecho de que la lingüística, en este aspecto, se halla sujeta al mismo cambio que percibimos en otras ramas del conocimiento. El positivismo va siendo reemplazado por un nuevo principio que podemos denominar estructuralismo.

Así, Cassirer encuentra una suerte de punto de convergencia de muchos desarrollos de la ciencia del siglo veinte, que posibilita, por ejemplo, que puedan encontrarse correspondencias entre la psicología de la Gestalt, la física de última generación, el Curso de lingüística general de Ferdinand de Saussure y las “obras de Trubetzkoy y en los Travaux du Cercle Linguistique de Prague”. La noción de la estructura, indica Cassirer, tiene una larga historia aunque haya sido relanzada en el correr del siglo veinte, y que permite observar hasta dónde la distinción tradicionalmente obligada entre forma y contenido carece de asidero.
Después de pasar revista a las diversas corrientes de estudios que le eran contemporáneas, y después también entre trazar un paralelo entre las conclusiones de éstas y las provenientes de la lógica simbólica, Cassirer concluye que a partir de la extensión “natural” hacia conceptos y categorías universales parece determinar el desarrollo del lenguaje humano; casi parafraseando algunas de las aseveraciones de Uexküll que ya se han referido, agrega que cada nuevo avance en la dirección indicada conduce a una visión más amplia, a una organización y orientación mejores del mundo perceptivo propio del hombre.

Cierre

Como puede advertirse en el apretado recorrido que se ha intentado en las páginas anteriores, de manera casi paralela en el tiempo aunque tentando matrices disciplinarias diferentes, fundamentalmente la de la ciencia de la biología y la filosofía, otros pensadores que no son Saussure y Peirce, ni se alimentan de sus enfoques teóricos, han intentado pensar la producción de sentido por parte de los hombres de una manera diferente a las consideradas clásicas en el ámbito de la semiótica, aunque no por ello ajenas a una sólida tradición propio, que se remonta por lo menos hasta el siglo XVIII y, como lo demuestra Cassirer, hunde incluso sus raíces en la Antigüedad clásica.
Por otra parte, estos puntos de vista alternativos posibilitan ver algo no muy común en el presente, como lo es la búsqueda de puntos de contacto y vasos comunicantes entre la biología y el pensamiento filosófico.
Se trata, quizás de más está decirlo, de enfoques que presentan particular interés y atractivo aunque no por ello deban ser aceptados sin más; el hecho mismo de que se trata de perspectivas poco transitadas en la Argentina debería obligar a los especialistas del área a reflexionar sobre las razones de esta indiferencia. De cualquier manera, son, sin duda, caminos abiertos al desarrollo teórico y metodológico así como también a los cruces, las tensiones y las polémicas intelectuales. He allí, entonces, su valor.


Jorge Warley
Universidad Nacional de La Pampa
Santa Rosa, 2009



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